Trayectos

Una buena parte de la comunidad científica está actualmente revoloteando alrededor de un vídeo que magistralmente mezcla la animación con muñequitos y la física, partiendo de sus bases históricas hasta las posibles interpretaciones futuras de los agujeros de gusano que podrían conectar nuestras realidades temporales en una infinidad de puntos. Ahora que el dilema que plantean se basa parcialmente en la existencia o no del tiempo tal como lo conocemos, yo he venido aquí a pronunciarme, porque tengo la solución a esos problemas: Lo único que existe son los trayectos.

Tus padres tienen grabado a fuego cómo te llevaron por primera vez a casa desde el hospital donde naciste, cómo te llevaban en brazos a la guardería o al pediatra, algunos de tus mejores recuerdos infantiles todavía viven en el paseo diario al colegio charlando con los colegas de clase, en las idas y venidas al instituto, a la universidad o a la casa de tu novia, sigues estando por momentos en esos novatos viajes a la playa con tus amigos y la “L” en el coche, la primera vez que viste el mar o la nieve, en el recorrido desde el aeropuerto de una ciudad que no conoces hasta el lugar donde dormirás esa noche, desde tu casa a tu primer trabajo, la repetida continuación diaria de viajes en metro, en autobús o caminando antes de sentarte a producir de lunes a viernes, antes de salir camino a tomarte una cerveza en el bar de siempre, a la revisión de un examen, al concierto de tu grupo preferido o a esa final de tu equipo que tantos años tardó en disputar, en la vuelta un poco borracho desde la discoteca que siempre cerrabas, la vuelta los domingos después de comer desde casa de tus padres, el tráfico del lunes llevando a tus hijos al colegio, acompañarles al médico con los dedos cruzados, ir y venir a tu gimnasio, a sus actividades extraescolares o a conocer por primera vez a sus parejas o las idas y venidas al hospital visitando a alguien convaleciente más tiempo del que debiera…

Trayectos que de tanto uso te sabes de memoria, las baldosas rotas, los charcos del asfalto, la duración de los semáforos y casi las caras de otros viajeros habituales con las que te cruzas. Trayectos como trozos de espacio, de tiempo o de sentimientos. Son en estos trayectos en lo que realmente se debería medir la física, la cuántica, la mecánica o lo que Dios quiera que sea, como rodajas de algo repetido e infinito, esculpido en tu cerebro hasta el fin de los días, de tus días y de los días de los demás que te acompañan en los suyos.

La vida son trayectos, me importa bien poco el tiempo pues no te acordarás nunca del último desplazamiento que a ciencia cierta vas a realizar, ese que sí o sí, ese que para siempre vivirá en la gente que aquí dejes cuando partas, cuando tu viaje hacia quién sabe dónde termine y con él tu existencia que, en cambio y como paradoja de esto que estás ahora mismo leyendo y sintiendo, perdurará mientras nos acordemos de ti los que aquí nos quedamos y nuestras mentes vuelen a buscar la tuya, convirtiéndolo así en el más bonito y eterno de todos los que hemos realizado.

Y doloroso, joder si es doloroso, pero si duele es que seguimos viajando y si duele es que seguimos disfrutando del trayecto. Vayamos, pues, en paz y buena compañía.

Londres, Murcia y nosotros

Han puesto en Murcia una noria que se parece al London Eye, a la que nos subimos justo la tarde antes de coger un avión hacia la capital británica desde el Aeropuerto de Corvera, en el que por cierto ha sido el primer vuelo que cojo desde allí y mira que no será por viajar poco.

Las vistas desde arriba del todo son impresionantes y permiten a uno percatarse de que nuestra capital murciana ha cambiado mucho, a mejor creo yo, en los últimos años, en diversos aspectos y a ver si no lo fastidiamos.

Londres también ha cambiado mucho, muchísimo, desde la última vez que lo visité (y van cuatro ya) hace 15 años, cuando mi mujer y yo éramos dos jóvenes solteros, siendo ahora un cuádruple pack con hijos adolescentes que han disfrutado de lo lindo con la ciudad inglesa, tanto o más que nosotros.

Desde arriba del todo de su otra noria nos hemos encontrado una urbe menos internacional quizás ahora (¿será cosa mía o es culpa del Brexit?) pero tan maravillosa como siempre, única en el mundo, capaz de haberle sacado un flamante y cegador brillo al Big Ben pero tener la misma mierda de siempre en las moquetas de los hoteles, una ciudad tan plagada de Lamborghinis como de gente sin hogar, un planeta en sí mismo, obsesivamente auténtico hasta el extremo del paroxismo.

Llegar a Victoria Station y patear Belgravia hasta el Buckingham Palace, cruzar el Green Park hacia Picadilly Circus, ver a Mary Poppins en Leicester Square, un Beefeater, música callejera en China Town, el Soho y un helado en Covent Garden mientras anochece.

Una caminata atravesando Trafalgar Square y su columna de Nelson (a un paso de otra preciosa, la de Cleopatra a la orilla del río), ver tan cerca y tan lejos el número 10 de Downing Street, la abadía de Westminster y las casas del Parlamento, un fish and chips en el South Bank, Saint Paul’s Cathedral, la City, los genios de la Tate Modern (allí tienes a Mondrian, Matisse, Lichtenstein o Warhol) y los continuos sustos al cruzar la calle.

Un paseo en bici por Hyde Park, el memorial de Lady Di, la Torre de Londres, el Tower Bridge, un crucero por el Támesis, un picnic en St James Park, el Museo de Historia Natural, Chelsea, Paddington, South Kensington, Notting Hill, Portobello y las pintas de cerveza a precio de litro de aceite de oliva.

Nosotros, como personas, también cambiamos y si el precioso panorama exterior avanza en armonía con lo que llevas dentro el asunto provocará sentirse orgulloso, más aún de uno mismo que de las ciudades en las que vive o visita, al fin y al cabo aparece aquí otra noria, que es nuestra vida, y a mi edad puedo considerar que estoy y veo todo desde justo arriba, comenzando a bajar, por eso es un orgullo poder viajar con tus hijos, enseñarles otras partes del globo, que se desenvuelvan cada vez mejor y en otros idiomas, porque si en nuestra vida hay un futuro ya es el suyo y aquí estaremos siempre que podamos para por un lado guiarles, al menos mientras ellos quieran y por otro lado acompañarles, aunque eso sí que va a ser para siempre.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
Septiembre 2023

¿Cuántas pesetas son veinte duros?

Recuerdo poner una extraña mueca en la cara cuando de pequeño me contaban los mayores algunas de sus batallitas: que si antes con este poco dinero se podían comprar muchas más cosas que ahora, que aquí siempre ha gobernado este partido y no entiendo cómo de repente ha perdido su mayoría absoluta o que aquí ha nevado todos los inviernos toda la vida y ahora no cae ni gota en todo el año.

Ahora las batallitas las cuento yo, las contamos nosotros, el otro día mismamente de cena con amigos nos dimos cuenta de cuántas tonterías decimos a nuestros hijos, y qué cara de idiota se nos queda recordando cómo ayer mismo montábamos en cólera cuando eran nuestros padres los que nos lanzaban semejantes perlas.

Está el ambiente raro en Murcia últimamente, lleva nublado más tiempo de lo normal, lleva lloviendo más tiempo de lo normal. O el raro puedo ser yo, quién sabe, sabiendo que el agua de cada tarde refresca las calles y refresca el ambiente, pero a los murcianos nos deja igual, deseando que llegue el verano y el calor. Así somos aquí, allá también lo seréis, no tengo dudas. Los ciclos meteorológicos se asemejan a los políticos, se asemejan a los vitales. Todo vuelve, hasta nosotros, nos persigue el pasado viendo cómo se jubilan nuestros padres, cómo crecen nuestros hijos y cómo vuelve un clima que quizá nunca se fue, porque de memoria siempre vamos más cortos de lo que creemos, o quizá es que sabemos olvidar aquello que duele, aquello que no nos justifica, que no nos reconfirma. Ese futuro que nos aleja, sumando distancia a ese pasado que detrás de la siguiente esquina vuelve a saludarte con cara de aquí no ha pasado nada. Circulen.

Hacerse mayor es, lamentablemente, sorprenderte cada vez menos, cambie tu alcalde, llueva cada tarde de junio o tus compañeros de salida en bicicleta no sepan cuántas pesetas son cinco duros. Es ley de vida y la vida son ciclos, cuánto antes lo entiendas mejor para ti, que aquí no estarás dentro de dos o tres de ellos. Disfrútalos y recuerda cómo te atraparon antaño, porque no van a volver a hacerlo.

Me asaltan estos pensamientos extraños mientras vemos de nuevo la serie “Lost” (Perdidos) con nuestros hijos cada noche, los cuatro en el sofá. Ya la disfrutamos mi mujer y yo en su momento, cuando ellos eran recién nacidos (se llevan solo un año y medio) entre pañales, chupetes, biberones y llantos nocturnos. En este segundo visionado no puedo hacer otra cosa que verles las caras mientras alucinan, con 14 y 15 años, al ritmo de un excelente guion que también trata de los ciclos, de la vida, de ser bueno con los que tienes cerca. Así va esto, de que todo vuelve, y qué bueno que vuelva, aún mejor cuando es la primera vez para ti, que siempre para otro será una repetición.

La buena noticia es que en la vida, como en las series o en los ciclos, siempre se descubren nuevas cosas en los segundos visionados. O en los terceros. Especialmente en las obras maestras, como la que vivimos cada día.

Las luces del hospital

Desde mi casa se ve la fachada del hospital. Un edificio descomunal, cientos de ventanas, cientos de habitaciones y cientos de historias. Por las noches sus luces me hipnotizan, puedo quedarme horas pensando en todo lo que sucede allí dentro. Se apagan, se encienden, se mueven las sombras. Cuando madrugo les veo puestos en marcha antes que el Sol, si es que han parado en algún momento. Trajín infinito. Infinito respeto.

Desde mi casa se escucha el constante sonido de las ambulancias que entran o salen, zigzagueando a toda pastilla entre las calles para intentar llegar a tiempo, unos minutos que pueden salvar una vida, una pericia que no tiene precio, una implicación que no se puede explicar con palabras.

Desde mi casa se oyen los perros, los gritos de la calle, los camiones de la basura, algún frenazo a destiempo, la megafonía de las carreras populares, las sirenas de bomberos y los coches de policía. Y siempre ahí, como un vigía, la fachada del hospital y su hormigueo continuo de trabajadores, enfermos, llantos, miradas perdidas, urgencias y huesos rotos. Pero también de altas médicas, curaciones, nacimientos, revisiones rutinarias, análisis con final feliz, sonrisas y abrazos.

Un hospital es un universo en pequeño, un cúmulo de fuerzas gravitacionales en forma de sensaciones y sentimientos mezclados en la feroz y veloz batidora que mueve nuestra vida y que, como por arte de magia, somos capaces contra todo pronóstico de parar en seco al recibir esa fatídica llamada telefónica. Esa voz quebrada portadora de malas noticias, que deja absolutamente todo en pausa durante un tiempo indefinido, con un pitido en los oídos y una pregunta flotando en el aire.

Las luces del hospital me anclan al hoy, me recuerdan las llamadas que he recibido, las que he hecho, las lágrimas que he vertido y las que he provocado, la suerte de estar vivo, de tener sanos a los míos y de poner en perspectiva el resto de estupideces que nos traen ilusoriamente de cabeza y que no son más que tonterías paradójicamente también tan necesarias.

Desde mi casa se ve, se oye, se huele, se saborea y se toca la vida, como desde todas las casas, al ritmo que cada uno marca, saltando a trompicones las vallas que la salud pone en nuestra carrera a ninguna parte. Hasta que un día llegará ese obstáculo que no saltaré, que no sobrepasaré, que no recordaré. Que dolerá a otros, que parará la vida de otros, que anclará al presente a esos otros que aquí se quedarán, quiero pensar que recordándome.

Porque llegará un momento en que seré yo el que desde dentro del hospital vea las luces de la calle, oliendo, escuchando, sintiendo y queriendo saborear el exterior. Un futuro donde otro yo me mire desde la esquina opuesta, sintiendo lo mismo que hoy escribo cada vez que se apague o se encienda la luz de mi habitación. Y con ella, nuestra luz interior.

Publicado en La Verdad de Murcia
Diciembre 2022

La imposibilidad de describir el frío

No me gustaría compartir con Charles Bukowski muchas más cosas que su afán por la escritura, pero me veo obligado a reconocerle otras semejanzas, principalmente aquella que, desde su perspectiva creadora, lanzó diciendo que nada depende de otra cosa que ti mismo a la hora de comenzar a escribir. Estés donde estés, en la situación que sea, solo o acompañado, estresado o aburrido. Si es el momento de la unción mental, arrasará con todo y lo demás pasará irremediablemente a un segundo plano. Crearás, caiga quien caiga, caiga lo que caiga.

Son estos días de medio gas cuando posiblemente tengamos más tiempo libre y justo por eso se convierte en menos para hacer algo alejado de las rutinas que nos acompañan durante el año. Pero cuánto más espacio, aire, tiempo y luz hay a mi disposición, menos los uso. Siempre me prometo sacar más momentos para eso que nunca hago, pero el cuerpo toma las riendas, guiado por la mente, y a saber dónde acabas. Ya ni lucho en contra.

Es paradójico acotar temporalmente un espacio no tangible, un tiempo maleable y caprichoso. Está siendo además un verano complejo y quizá sea por eso, el puzle encaja raro. No me veo especialmente creativo, no me viene la inspiración con las noches estrelladas, no acuden las musas cuando estás dispuesto a escucharlas. Sólo interrumpen cuando más ocupado estoy en otros menesteres. Mi creación surge entre llamadas de teléfono, avisos por megafonía en los aeropuertos o reuniones por Zoom. Fuera de la vorágine el foco cambia hacia escenarios secundarios convertidos en protagonistas a destiempo que terminan por eclipsarlos. Como ese actor de reparto que birla la estatuilla a la estrella de Hollywood en el último minuto.

Y en estas me encuentro actualmente a la hora de escribir, con más horas pero menos ganas que nunca, así que lo dejo aquí por un tiempo y me centro en otros asuntos, que los departamentos de la mente siempre necesitan una nueva gestión.

Porque queda claro que mis veranos no son para escribir sino para leer, actividad espejo que en el fondo  y por momentos puede ser lo mismo. El verano es para abrir la mente con las sesiones de Bizarrap que hasta ayer mismo miraba con cara de asco, para intentar describir a un extranjero la sensación de estar a 35 grados dentro de tu casa de Murcia a medianoche o para jugar con tus hijos y sobrinos. Sí, sobre todo para esto.

Nos leemos cuando queramos volver. Nos volvemos cuando queramos escribir.

¡Feliz verano!

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
La Verdad de Murcia
Agosto 2022

Entierros

Sin contar a los que iría de niño, recuerdo como si fuera ayer el primer entierro al que acudí siendo consciente del drama que supone morirse, principalmente para los que no lo hacen y se quedan en tierra sufriendo. Fue la joven hija de un amigo de mi madre al que todos queríamos mucho. Yo no tenía ni veinte años y como novato en estas lides me presenté en el tanatorio con una camisa negra pensando que era lo habitual, levantando un velo extra de dulzura e inocencia.

La muerte nunca ha sido tabú en mi familia, pues de bien pequeños pasamos por la de un primo hermano bebé que nos dejó a todos jodidos, traumatizados y echándonos por encima la primera capa de dureza que con el tiempo se hace costra. O eso crees tú, porque cada muerte es un mundo y aunque pienses que estás preparado, por muy lógicas y consecuentes que sean, todas duelen lo suyo. Luego ya esto fue un no parar, las familias grandes tienen este inconveniente, disfrutas a muchos, pierdes a muchos.

Mi lista, como la tuya, es amplia: Abuelos, tíos, amigos, primos, conocidos… Primero propios, a los que con el paso de los años se suman los políticos. Cada muerte tiene su historia y su tristeza. Porque cuando alguien se va, suele llevarse un trocito tuyo que ya no vuelve nunca. Todas las muertes suponen un bofetón de realidad que en el fondo es hasta bueno, te atan al suelo, te priorizan el día. Siempre sacamos tiempo para ir a un entierro, demostrándonos, a las bravas, que lo importante es lo importante. Esa llamada a destiempo que, poniéndote alerta, te prepara sin quererlo para una mala noticia, un nudo en la garganta, un cactus que crece por dentro, regado con las pocas lágrimas que consigues no sacar.

Los entierros, como tú mismo, evolucionan convirtiéndose en otro tipo de eventos sociales en los que vuelves a encontrarte, desarmado, con tanta buena gente a la que has querido en otros momentos, con los que has vivido mil batallas que, vistas ahora a distancia entre el velo del paso del tiempo, crecen y se sitúan ante nosotros con pureza, con limpieza, con experiencia. Sentimientos completos, miradas intensas, abrazos auténticos.

Las muertes nos matan un poco, al tiempo que nos hacen sentir vivos. Las muertes nos unen, derribando barreras que nadie recuerda quién construyó. En los entierros he escuchado algunas de las frases más bonitas de mi vida, el amor más verdadero, la bondad más penetrante, las emociones más genuinas.

Igual me arrepiento de estas líneas cuando la muerte cierre su círculo a mi alrededor y el dolor sea tan agudo que nada de lo arriba tenga sentido. Dicen que el tiempo lo cura todo, la verdad es que lo dudo: no puedo ni imaginarme lo que debe ser perder a una madre o un padre. Y vamos, ni pienso escribir lo doloroso de invertir el orden lógico de las cosas. Me tiemblan los dedos sólo de pensarlo.

Por eso, si estás leyendo esto por favor tarda en morirte, te quiero llorar cuando llegue el momento, ni antes ni después y mientras tanto a mi lado. La vida eterna debe ser preciosa, pero la prefiero por ahora táctil y compartida con mis seres queridos en este barrio de la película. Los créditos pueden esperar.

Nacho Tomás
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Twitter: @nachotomas
La Verdad de Murcia
Mayo 2022

¿Estamos conectados?

“Nacho, ya tienes tema para tu próximo artículo, pero a ver cómo lo enfocas que no piensen que estás pirado.”

Recibo este whatsapp (literal) tras contar a mi tío Juan lo que me acaba de pasar en el avión Madrid a Santiago. Me dirijo a Pontevedra a dar una de las clases del curso que imparto habitualmente en la ciudad gallega. Y todavía me tiemblan las piernas.

Vale, pero volvamos unos días atrás que todo encaje mejor. Es sábado y hemos quedado a comer con mis tíos, hace tiempo que no nos vemos, lo está pasando malamente por (entre otras cosas) una puñetera hernia en la espalda que lo tiene jodido a la par que dolorido. Ya os he hablado de él alguna vez en estas páginas. Juan fue como un hermano mayor en una larga época de mi vida que ahora no toca contar y en la que los reales tenían todavía poco protagonismo: Jorge era prácticamente un bebé y a Macarena y Pablo aún le faltaban dos o tres lustros para siquiera ser “pensados”. Con él descubrí algunas de las cosas que se descubren en la primera juventud. Mi madre (su hermana), la suya (mi abuela), la playa, los mediodías laborables de colegio y los veranos al sol, forjaron un hormigón que aún se mantiene, como esos edificios que sin el lustre de antiguo, siguen en pie, haciendo su función. Qué os voy a contar, todos tenéis un tío, un primo o un sobrino Juan en vuestras vidas.

Necesaria introducción ya realizada, es hora de volver al sábado de marras: comida y lo típico, ponernos al día, hijos que crecen, trabajos con altibajos, familia cerca y guitarra a mano. Sí, esto último quizá no es tan típico pero tengo comprobado que ir a todos sitios con las seis cuerdas parece una locura inicialmente pero al final canta siempre hasta el vecino. A Paz le van a poner una estatua, pero eso es también otra historia que ya he contado y que no sorprende a nadie. Su cara cuando diluviando nos metimos dentro del taxi con un bulto que parece una escopeta quedará en mi retina bien fijada una larga temporada.

Venga, vamos a mi casa, un par de copas y comienzan los recuerdos, comenzamos con los Enemigos y Septiembre, canción de despedida habitual en la Torre. Seguimos con El Último de la Fila y sus grandes éxitos. Nos estamos calentando y entonces recuerdo que a los dos nos ha gustado mucho siempre Victor Manuel. Pero el Victor Manuel más antiguo, el de la Planta 14, Solo Pienso en Ti, Bailarina, El Cobarde o Soy un corazón tendido al sol. Las cantamos todas, una por una, repitiéndolas cien veces para desesperación de nuestras mujeres.

Pasa el fin de semana y cómo esas veces que no puedes sacarte de la cabeza un recuerdo, más cuando lleva parejo una canción, las melodías cruzan nuestros whatsapp en forma de audio o de texto. Ayer mismo la última vez: “Aunque soy un pobre diablo, se despierta el día y echo a andar” me escribió el jueves a las 7 de la mañana. ¡Qué grande eres, Juan!

Hoy es viernes y estoy embarcando en Barajas, delante y de espaldas tengo un señor de pelo blanco que comienzo a reconocer. No me lo puedo creer. Me tiemblan un poco las piernas. Esto es increíble. Nunca he sido muy de acciones estas que hacen los fans, pero no puedo resistirme. Allá vamos.

  • Perdona, ¿Victor Manuel?
  • Sí, hola.
  • No te lo vas a creer, llevo una semana cantándote con mi tío, ¿te importa que nos hagamos una foto?

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
La Verdad de Murcia
Abril 2022