La mona y la seda.

Cualquier físico cuántico sabe que son cuatro las fuerzas fundamentales que mantienen en equilibrio el universo tal como lo conocemos. Cuatro interacciones que moldean lo que nos envuelve: electromagnetismo, gravedad, fuerza nuclear débil y fuerza nuclear fuerte. Ellas son las culpables de que todo, todo, todo, sea como es, así de sencillo, ni más ni menos.

Del mismo modo cualquier mortal conoce la existencia de otra fuerza devastadora, bastante más potente que las cuatro anteriores y que mantiene o ha mantenido en equilibrio la sociedad tal como la conocemos o la conocíamos. Un impulso que construye en nuestra mente las personalidades de los que nos rodean, que decide por nosotros aunque a veces ni nos demos cuenta y que nos impide dar ese primer paso tan necesario casi siempre a la hora de tomar cualquier decisión en nuestras vidas.

Esta tremenda fuerza se llama prejuicios y ya es hora de superarlos. Un amigo psicólogo me explica el origen de esta predisposición mental a intuir ciertos comportamientos por parte de otras personas argumentando que en función de la educación recibida y del ejemplo de nuestros padres y familia llegaremos a ser tan tontos como para sentirnos capaces de adelantar cómo es alguien por su aspecto.

Un amigo filósofo defiende la importancia de las propias experiencias vividas y cómo, cuando van acompñadas de rasgos que destacan especialmente en una persona, somos capaces de asociar su comportamiento a ese aspecto tan llamativo, focalizando todo en torno a esa concreta cualidad. Ponerse un abrigo de pieles, ser rubia de bote, ir engominado, llevar camisa de manga corta, pantalones de cuero, gorra o sombrero. Estar muy gordo o muy flaca, lucir joyas de oro, ser homosexual, del Real Madrid o del Barça, solterona o cincuentón. Vestir demasiado clásico o demasiado moderno, llevar mechas o ir rapado. Madrugar mucho, acostarse tarde, reír exageradamente. Llevar rastas, taconazos, camisetas con escote para hombre o siempre corbata. Escuchar música clásica, death metal, bakalao o reggaetón. Tener acento catalán, vasco o andaluz. Ser negro, chino o estadounidense. Ver telebasura, documentales de La2 o películas exclusivamente en versión original. Jugar al pádel, al golf o machacarse en el gimnasio. Llevar chaquetas de colores chillones, zapatillas de deporte o tener un coche del año de la polka lleno de cassetes de gasolinera. Cantar en la tuna, ser cazador o runner. Ir a misa, casarse por lo civil e hipotecarte para la comunión de tu hija.

Al fin y al cabo las personas no somos más que nuestras contradicciones. Si estuviéramos ciegos muchos de estos prejuicios no existirían y centraríamos nuestras presuposiciones en lo realmente importante: lo que las personas dicen y lo que las personas hacen. El resto es seda. El resto es pana. El resto es ruido. A ver si resulta que realmente estamos ciegos de tanto analizar con los ojos.

Nacho Tomás – Un tuitero en papel
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 27 de Enero de 2016

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