Bendito Tour de Francia.

“Elige: O dormir la siesta o ver el Tour de Francia, callado y sin moverte, Nacho.”

Las sobremesas de los veranos de mi niñez solían comenzar así. Calor abrasante, sudor pegajoso y ciclismo en la tele. Lo que había comenzado como una obligación se convirtió en una pasión y no ha habido año desde mi más tierna infancia que no haya seguido la Grande Boucle. Esperar a que algún “mayor” trajera el periódico con el listado de dorsales definitivo, preparar con celo las chapas con nombre, número y los mejores dibujos que he hecho en mi vida: los maillots de los equipos. Y entre todos destacaba el mitiquísimo azul, rosa y amarillo del Z.

Estar de campamento y seguir los finales de etapa por la radio escuchando a Javier Ares narrando encarnizado la espeluznante caída de Djamolidine Abdoujaparov, tras chocar contra un soporte en la meta de los Campos Elíseos. Otra inolvidable voz, esta vez televisiva, era la de Pedro González, imposible no sonreír recordando cómo llamaba repetidamente imbécil a aquel estúpido aficionado que tiró en plena subida a Giuseppe Guerini cuando intentaba hacer una foto en mitad de la carretera. Aunque para despistes y tragedias la que provocó aquel gendarme en un sprint final, derribando a Laurent Jalabert y haciéndole perder varios dientes. Su cara ensangrentada sentado en el asfalto mirando al infinito es parte de la historia.

El Tour de Francia es Jan Ullrich como eterno segundón. Johnny Hoogerland arrollado por un coche despistado en mitad de una etapa, dejándole el culotte y la pierna destrozados. La elegancia de Marco Pantani subiendo Alpe D’Huez como si de un entrenamiento se tratara. La dramática tristeza de Richard Virenque (y sus inseparables lunares rojos) reconociendo que iba dopado hasta las cejas. La muerte de Fabio Casartelli en directo. Las innumerables caídas tontas del simpático Alex Zülle, que no veía tres en un burro. La suerte (mala) de Joseba Beloki cayendo cuando se le cruza la rueda delantera y (buena) de Lance Armstrong evitándole y atravesando con maestría un terraplén. Dios salve al helicóptero que magistralmente grabó el momento. Los fabulosos piques de Laurent Fignon y Greg Lemond. El perenne calvo Bjarne Rijs subiendo como una moto, con unos actualmente irrisorios acoples en su bicicleta. La impotencia de Gianni Bugno y Claudio Chiappucci chocando año tras año contra un muro llamado Miguel Induráin. Lo mal que olían los recitales de Lance Armstrong y su equipo. Las sobradas de Mark Cavendish o Fabian Cancellara. El monumental despiste de Perico Delgado llegando tarde a la salida de la primera etapa y sus hachazos (vestido de Reynolds) para intentar la remontada. Chris Froome corriendo sin bicicleta. Las diferentes formas de entender el ciclismo del espectacular Peter Sagan o el icónico Mario Cipollini. Alejandro Valverde estampándose contra una valla y rompiéndose la rótula.

Un año más, comienza el Tour de Francia, imprescindible en las tardes de Julio de mi vida, en las que sigo sin dormir la siesta pidiendo a mis hijos estar callados y sin moverse. Bendito sea.

 

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
www.nachotomas.com
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 5 de Julio de 2017

Ancianos 2.0. Los geriátricos del futuro.

Los de mi quinta somos afortunados. Somos la generación bisagra entre jugar en la calle y las videoconsolas. Muchos de nosotros nacimos con la ilusión de pulsar un botón. Tal cual. Poder apretar ese luminoso y deseado botón rojo que lanzaba los cohetes de Comando G o ser como Koji Kabuto controlando a botonazos a Mazinger Z. Recuerdo el juego Simón que me trajeron los reyes a mediados de los años 80 con, nada menos, 4 botones. De colores. Brutal. Se encendían y sonaban al tocarlos. Eso era sentirse poderoso. Con el tiempo los botones perdieron hipnotismo cuando pasaron a formar parte de nuestro día a día: el ascensor, el mando de la tele, el microondas o la Play Station. Con nuestros padres la situación era diferente, aunque actualmente se hayan subido al tren de los aparatitos. De nuestros abuelos, ni rastro de lo anteriormente expuesto.

Ancianos 2.0. Los geriátricos del futuro.

Siempre que visito una residencia de mayores me fijo en lo mismo: ancianos sentados durante horas en un banco con la mirada fija en cualquier pequeñez. Aparentemente su soledad es absoluta, excepto cuando reciben visitas. Conozco varios casos cercanos y, por el otro lado del asunto, sé que es una solución muy buena, en muchos casos, tanto para los usuarios como para las familias. Pero, ¿qué sucederá en el futuro cuándo la generación actual sea la que esté en su lugar? Quizá la soledad no sea tanta gracias a las nuevas tecnologías, siempre que se consiga llegar a esas edades con capacidades para usarlas/disfrutarlas. No es descabellado imaginar a los abuelos del futuro, dentro de 20 ó 30 años, en constante comunicación con sus familiares o amigos, ya sea mediante chat, videoconferencia, o aquello que nos tenga preparado esa época. Por el lado romántico, me parece una situación algo triste. A veces pienso que estamos programados para perder la vista, el oído y la condición física para que llegados a la vejez, podamos pensar realmente en tranquilidad y con profundidad. Por el lado pragmático, la idea me seduce. La tristeza que transmiten los abueletes que no reciben visitas me parte en dos.

Esta es la reflexión que lanzo al aire.

Me encantará leer vuestras opiniones al respecto.

Nota: Artículo publicado originalmente en TechPuntoCero en Diceimbre de 2012. (LINK).