Dejen sitio en los cielos

Quizá sea producto de mi imaginación, pero hoy me ha venido a la cabeza el sonido de los aviones en aquel invierno de 1991. Comenzaba la Guerra del Golfo y las noches retumbaban siniestras mientras sobre nuestras cabezas pasaban volando esas máquinas cargadas de vete tú a saber qué. Los niños de octavo de EGB de aquella época no tenían más forma de informarse que lo contado por padres o profes. Recuerdo haber sentido un poco de miedo, el justo para tener clara la dureza de una guerra que, aunque a distancia, estaba a las puertas de Europa y a la cual aquel ruido nos acercaba un poco. Todo era novedoso, nunca antes nadie de las dos últimas generaciones había (habíamos) sentido algo así. ¡Qué ilusos! Poco después los Balcanes, Chechenia, las crisis de Crimea, Osetia del Sur o Georgia… ¡Y lo que queda en cualquier parte del globo!

El polvorín que supone la constante tensión al Este de nuestro continente no debería amenazar lo conseguido, de hecho, quizá la situación actual del conflicto ruso tenga un efecto positivo en el aumento de poder real y de influencia de una Unión Europea en horas bajas. ¿Será por fin este el ansiado momento de demostrar que vamos todos a una, por encima de rencillas monetarias, fiscales, Brexit allá o ampliaciones acá? ¿Será por fin el momento de dejarnos de simples medias tintas, continuos brindis al sol y argumentaciones políticamente correctas para dejar paso a una altura de miras acorde a la compleja situación que tenemos frente a nuestras narices?

En 1991 yo tenía 14 años y no entendía muy bien lo que pasaba, aunque tardé poco en sospechar que aquello del petróleo por alimentos olía mal y que tener un enemigo público número uno a nivel mundial era tan real (para unos) como necesaria cortina de humo (para otros).

Y la historia se ha repetido incansablemente.
No sé por qué da tanto miedo nuestra ética.
Y cuánto os hacemos falta temblando.

Ha pasado el tiempo y hoy son mis hijos los que rondan los 14 años, sus dudas son las mismas, sus miedos son ahora los nuestros y asisten frustrados a una obra de teatro en la que los actores desconocen sus papeles, a los directores les importa tres pimientos el guión y donde el perdedor será como siempre el público, que además ha pagado su butaca.

Vuelven a sonar los aviones, quizá vuelva a traicionarme la imaginación, se parece a cuando siento que aún puedo oler la lluvia en el patio de aquel colegio.

Dejen sitio, por favor, hay gente trabajando. En los cielos sólo debería haber espacio para los pensamientos a nuestros seres queridos, las nubes y los pájaros. Bueno, y los aviones de pasajeros que tengan por destino un paraíso.

Y ojo, que en los actuales edenes ya no hay oasis, palmeras ni playas cristalinas, son sencillamente esos lugares que nos hacen falta.
Y hacia ellos siempre hay que dirigirse.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
La Verdad de Murcia
Marzo 2022

El cajón de las camisetas

Da vértigo pensar cuántas camisetas habrá desperdigadas por los hogares del mundo. Las más antiguas compradas con decisión y dudoso gusto en algún momento de tu vida, convencido allá lejos de su importancia primordial, de su durabilidad eterna, de su preciosidad. Las hay recibidas como regalo publicitario que con el tiempo ha ganado peso en tu armario (es bastante probable que me haya puesto más veces alguna camiseta de dormir que mi preferida de vestir, todos sabemos que el algodón se suaviza con los lavados y ni la seda, oiga) y otras vienen a casa como recuerdo deportivo, turístico o apareciendo mágicamente (no me digáis que no tenéis camisetas que no sabéis de dónde demonios han salido).

De las limpiezas que hago de vez en cuando, regalando la mayoría, siempre se salvan las mismas. Son las supervivientes de un pasado que quizá no quiero dejar escapar inconscientemente. Y no hay más motivos que los sentimentales para esta longevidad porque, aunque ya no me las pongo, me gusta extenderlas de vez en cuando y revivir, como si de viejas fotos se tratase (ahora que no hay más que imágenes enlatadas, como decía mi abuela) esos momentos en los que las llevaba encima.

No suelen superar la criba las marcas famosas, pues uno tiene debilidad por las más auténticas rollo café-bar de pueblo, bebidas alcohólicas del pleistoceno, torneos de verano, cutres jornadas gastronómicas o cualquier horterada que lucir con orgullo entre las paredes de casa. Uno tiene debilidad por las más tradicionales de equipos de fútbol, viajes de estudios y eventos de infausto recuerdo. Uno tiene debilidad por las más míticas de grupos de música, películas y festivales. Desgastadas, raídas, inmortales.

También guardo otras que son especiales por otros motivos, totalmente pasadas de moda por sus fosforescentes colores, por su cuello de pico, por sus solapas o sus botones o por lucir un mensaje en las antípodas intelectuales de lo que puede ser una persona veinte años después. Camisetas provocadoras, irrisorias, vergonzosas incluso, pero que han sido mías en algún momento por algún motivo. Prendas que me han gustado y de las que he presumido en algún lugar del tiempo. Ahora están a buen recaudo en su leja, en su cajón. En su escondrijo.

En mi vida he tirado cientos, quizá miles de camisetas, probablemente las pocas que me quedan servirían como un pequeño análisis psicológico. O quizá sea mejor analizar esas que he ido tirando, porque uno no debería ser recordado por su mayor error sino por sus pequeños aciertos.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
11 de septiembre de 2019

Esos de 1977.

Le llamaban hat-trick. Salir jueves, viernes y sábado hasta casi el amanecer. O sin casi más de un día. Época universitaria. Mucho tiempo libre. No había móviles, no había internet. Gracias a Dios. Estudiaban poco pero con alta efectividad: consiguieron terminar la carrera en más o menos el tiempo previsto. Ir a clase era sagrado. Yendo, prestando atención y tomando buenos apuntes tenían media asignatura en el bolsillo. Los estudios eran su única obligación. Algunos añadían trabajos esporádicos para pagarse caprichos o esa asignatura que se le había atragantado.

Leían libros en los autobuses y se sacaron el carné de manipulador de alimentos. En las calles había peleas entre bandas. Había drogas, había alcohol y había sexo. Qué calles las de los noventa. Qué calles las de cualquier época si te toca disfrutarlas y sufrirlas. También había amistad profunda y sincera, la de la adolescencia, esa que duele incluso a veces. Compartían tabaco y partidas con monedas de cinco duros en los recreativos. Comenzaron a interesarse por la cultura en sus más diversas expresiones, unos optaron por la literatura, otros por la música o el cine. Y todas se daban la mano en sus mentes. Pura pasión ver una película en versión original con subtítulos, traducir un poema romántico en alemán o una balada rockera de un grupo irlandés. Gastaban la paga semanal en ir al cine, comprar vinilos o libros y en hacer botelleo, que no botellón.

La sensación de espera producida por aquella canción que querían volver a escuchar a toda costa y no podían. Pegaban la oreja a la radio con los botones de rec y play preparados bajo sus dedos. Angustia que daba la vida al tiempo que la quitaba. Grababan discos de casete a casete en una habitación en silencio, de la que salían a hurtadillas sin hacer ruido y a la que luego entraba su hermano mayor gritando algún improperio que quedaba grabado para siempre en el momento justo. O el locutor que decía alguna tontería y tantos lustros después todavía les viene a la cabeza al escuchar de nuevo ese temazo.

La quinta de 1977 comienza a cumplir cuarenta y tienen la suerte de que les acompañe la gente de siempre. Crecen en sus amigos. Se hacen mayores en la ropa. Envejecen mirándose en sus hijos. Son cuarentones solo en las cabezas de los otros. Pero todo sigue igual. Porque lo auténtico no cambia y los genes están ahí para algo. La clave es que por muy jóvenes que fueran, con todas las locuras típicas de la edad, eran buenas personas. Y eso es determinante. Con valores firmemente asentados en sus respectivas familias. Cada una de su padre y su madre. Era un grupo heterogéneo: pijos o hippies, punkis y heavies, engominados o con melena desaliñada. Un denominador común, eran amigos.

Veinte años después siguen quedando a cenar. Siguen siendo esos veinte chavales que salían del instituto a echar un rato en los futbolines, con granos en la cara, mochilas a la espalda y ganas de comerse el mundo. Y como decía Sabina, fue el mundo y se comió a alguno de ellos.

 

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
www.nachotomas.com
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 19 de Abril de 2017