El destiempo

Extraña a menudo el comportamiento de la mente cuando asimila lugares, personas y cosas que de habitual pasarían desapercibidas, pero sin motivo aparente se transforman en momentos que quedarán imborrables en tu cerebro, donde, por cierto y más que te empeñes, se mantendrán a salvo apareciendo entre tus pensamientos, en mitad de cualquier otra situación alejada en tiempo y espacio, inesperada e inoportunamente.

Quizá el de arriba haya sido uno de los párrafos más largos que nunca haya escrito. La ocasión lo merecía y explicaré el motivo. Estaba en uno de estos paseos que realizo en los tiempos muertos de los viajes cuando decidí entrar al Museo del Prado. Era una tarde lluviosa y congelada de las que sabe dispensarte Madrid. En solitario, con ganas, el móvil en modo avión y el catálogo de obras maestras imprescindibles bajo el brazo me puse manos a la obra. Plano de salas y autores, encrucijada de pasillos, escaleras, esquinas y contraluces.

Como un abuelete, con las manos cogidas a la espalda, sin quitarme el abrigo y oyendo la mezcla de cuchicheos, pisadas y explicaciones de los guías me lancé como el que se tira de cabeza al mar desde unas rocas por primera vez. Y me sumergí en El Greco, Rubens, Tiziano, Goya, Velázquez, Zurbarán, Murillo, Sorolla, El Bosco, Durero, Rembrandt, Tiziano, Tintoretto y Caravaggio, los imprescindibles para una visita de dos horas, las que tenía muertas esa tarde y mejor he invertido en años. No soy experto en arte, ni falta que hace, para que una sensación como esta te pase totalmente por encima.

Sucedió hace mucho y, como esas otras sensaciones que desde décadas vienen a visitarnos, no capté en ese momento su importancia en mi yo interno. Ha hecho falta un poso en forma de tiempo para calar (horadar), aceptando que nuestra mente está muy por encima de nosotros. Porque estas sensaciones son las que te llevarás a la tumba y triunfarán a la muerte, con permiso de Brueghel el Viejo, con quien acabé la visita entre lágrimas y dolor de garganta. El cuadro que más importancia ha tenido en mi vida, colgado de mi adolescente habitación y forrando las carpetas de la universidad.

Me considero afortunado porque no es la primera vez que me pasa algo así, un Síndrome de Stendhal en toda regla. Y no siempre hace falta un museo, estas sensaciones místicas pueden suceder con una canción, una conversación mundana, en un bar de cañas, con la nota arrugada de aquel bolsillo, ese atardecer en el campo, una llamada o la minúscula iglesia oculta tras el tráfico atronador de cualquier ciudad. O puede ser el recuerdo de tu madre abrochándote el abrigo, una palabra precisa, una sonrisa perfecta.

Curioso cómo hay sensaciones en principio sencillas que se marcan a fuego y otras a las que otorgamos importancia queriendo fijarlas e inevitablemente se nos olvidan.

Por algo será, Nacho, por algo será. Le podríamos llamar destiempo.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
29 de enero de 2020

Ancianos 2.0. Los geriátricos del futuro.

Los de mi quinta somos afortunados. Somos la generación bisagra entre jugar en la calle y las videoconsolas. Muchos de nosotros nacimos con la ilusión de pulsar un botón. Tal cual. Poder apretar ese luminoso y deseado botón rojo que lanzaba los cohetes de Comando G o ser como Koji Kabuto controlando a botonazos a Mazinger Z. Recuerdo el juego Simón que me trajeron los reyes a mediados de los años 80 con, nada menos, 4 botones. De colores. Brutal. Se encendían y sonaban al tocarlos. Eso era sentirse poderoso. Con el tiempo los botones perdieron hipnotismo cuando pasaron a formar parte de nuestro día a día: el ascensor, el mando de la tele, el microondas o la Play Station. Con nuestros padres la situación era diferente, aunque actualmente se hayan subido al tren de los aparatitos. De nuestros abuelos, ni rastro de lo anteriormente expuesto.

Ancianos 2.0. Los geriátricos del futuro.

Siempre que visito una residencia de mayores me fijo en lo mismo: ancianos sentados durante horas en un banco con la mirada fija en cualquier pequeñez. Aparentemente su soledad es absoluta, excepto cuando reciben visitas. Conozco varios casos cercanos y, por el otro lado del asunto, sé que es una solución muy buena, en muchos casos, tanto para los usuarios como para las familias. Pero, ¿qué sucederá en el futuro cuándo la generación actual sea la que esté en su lugar? Quizá la soledad no sea tanta gracias a las nuevas tecnologías, siempre que se consiga llegar a esas edades con capacidades para usarlas/disfrutarlas. No es descabellado imaginar a los abuelos del futuro, dentro de 20 ó 30 años, en constante comunicación con sus familiares o amigos, ya sea mediante chat, videoconferencia, o aquello que nos tenga preparado esa época. Por el lado romántico, me parece una situación algo triste. A veces pienso que estamos programados para perder la vista, el oído y la condición física para que llegados a la vejez, podamos pensar realmente en tranquilidad y con profundidad. Por el lado pragmático, la idea me seduce. La tristeza que transmiten los abueletes que no reciben visitas me parte en dos.

Esta es la reflexión que lanzo al aire.

Me encantará leer vuestras opiniones al respecto.

Nota: Artículo publicado originalmente en TechPuntoCero en Diceimbre de 2012. (LINK).