Una semana después siento Accra y Abiyán aún pegadas a la ropa, ese olor a especias que me acompañará tres lavadoras después, recordándome que hay un mundo ahí fuera que movió algo por dentro. Ha sido una semana larga, de esas que empieza con un viaje de treinta horas de puerta a puerta que te lanza de cabeza a una reunión institucional en un despacho sin aire acondicionado y acaba con un plato de pollo sabrosísimo pero demasiado hecho que te mira desafiante desde el borde de la mesa y que debes comerte con las manos.
Dos ciudades, en Ghana y Costa de Marfil respectivamente, que condensan, cada una a su forma, la contradicción permanente de este enorme continente: energía desbordante y precariedad, ambición y falta de medios, una sensación de estar ante algo que avanza sin freno y, al mismo tiempo, arrastra inercias de siglos que pesan como un ladrillo. Una semana intensa, tremenda y sorprendentemente productiva en todos los niveles: profesional, personal y, si me pongo un poco solemne —solo un poco—, también en el vital.
África no defrauda. No puede. Aunque tampoco es para todo el mundo, eso lo tienes claro nada más pisarla. Hay que saber encajar la crudeza, porque es dura, durísima, pero tiene una ternura escondida que aparece cuando menos te lo esperas. Te da un bofetón y un abrazo en el mismo gesto. Te obliga a mirar de frente, algo que a veces en Europa esquivamos sin darnos cuenta. Y nos va a costar caro.
He visitado autoridades, medios de comunicación locales, hemos hablado de proyectos, escuchando promesas que ojalá se cumplan, tomando notas mientras me caía el sudor por la espalda. He conocido la distribución local, esos mercados que parecen almacenes improvisados pero que funcionan con más lógica de la que puedes imaginarte y charlado largo y tendido con emprendedores que te desmontan prejuicios con una sonrisa envuelta en dientes blanquísimos y una piel envidiable.
Y entre reunión y reunión, la gastronomía. Comida de la de antes, esa que no pide permiso ni lleva maquillaje: el picante que te atraviesa, el pescado fresco que llega directo del Atlántico, la carne cruda hace un minuto en forma de pirámide junto a los frascos de detergente para lavadora en polvo, un niño durmiendo en el suelo y la arena sujetando la silla en la que intentas mantenerte en equilibrio. Esa forma en que te sirven todo sin florituras, con una hospitalidad real y profunda. Allí la mesa es un idioma más legible que el francés, el inglés o el propio nouchi.
Por la tarde, piscina bajo el infierno climatológico, y eso que soy de Murcia, ni a las seis de la mañana corriendo te libras del zapatazo de este clima tropical que no parece el mismo. Una pequeña tregua en aguas no muy salubres que te regalas a ti mismo cuando llevas demasiados kilómetros en las piernas y demasiadas conversaciones en la cabeza. El Sol cayendo, las ciudades encendiéndose poco a poco, y tú intentando ordenar lo vivido sabiendo que ni de broma vas a poder hacerlo. El lagarto de medio metro que me mira desde cerca confirma mis teorías, esto va para largo.
Y justo cuando crees que el día no puede dar más de sí, aparece la magia africana: el hermano de un chaval de aquí que vive en Murcia y va a la clase de mi hijo. Murcia. Tu casa, tu rutina, tu día a día al otro lado del todopoderoso desierto del Sáhara, chocando de frente con un continente entero. Y te ríes. Porque la vida tiene ese humor secreto, esa forma de enlazar puntos que parecen imposibles. Siempre te devuelve algo, aunque no se lo pidas.
No sé si África me ha cambiado esta vez —uno deja de decir esas cosas a partir de cierta edad—, pero sí sé que me ha recordado algo básico: el mundo es mucho más grande que lo que la rutina nos oculta. Y aun así, todo está conectado. África tiene algo que se te queda dentro. No sé si es el ritmo, el caos, la esperanza, la rabia o esa mezcla indescifrable que te obliga a mirarte al espejo de otra manera. Pero vuelvo con la misma sensación de siempre: cansado, sí; más consciente, también; y con la certeza de que, incluso en los días más duros, el mundo te ofrece un guiño para seguir tirando.
La vida siempre devuelve. Sobre todo cuando viajas con los ojos abiertos. Y África tiene el empeño de que los abras del todo. En cada paso, en cada esquina, en cada otra mirada.
























