Rutinas, ¿a favor o en contra?

Las odiamos mientras las sufrimos, especialmente al final del curso, antes de las vacaciones, cuando más pesan, cuando más nos alienan pero… ¿Qué sería de nosotros sin ellas? Incluso en los periodos sin trabajo o fuera de casa acabamos buscándolas. Se nos cuelan en los días, en los gestos, en los comportamientos. Son las rutinas, que aparecen incluso con sólo un fin de semana en un hotel al que no vas a volver nunca, en un viaje en el coche de un conocido, en la visita a casa de un amigo.

Los hombres somos animales de costumbres, las necesitamos pero al mismo tiempo las detestamos. ¿Por qué nos pasa eso? Nuestra relación con ellas es paradójica, nos proporcionan estructura, seguridad y en cierto modo nos hacen más eficientes, pues cuando el entorno que nos rodea es predecible nuestro cerebro ahorra energía (se pone como en piloto automático) y nos permite poder centrarnos con más garantías en otras tareas más creativas, reduciendo el caos de la vida cotidiana (no te digo nada si tienes dos hijos como yo) o del trabajo (ídem de lo mismo con quince empleados en la agencia, donde los plazos son vitales y sin organización, no vamos a ninguna parte).

Pero por otro lado son una camisa de fuerza (que nos ponemos con mucho gusto las más de las veces) que nos atrapa en una “zona de confort” que puede volverse asfixiante, haciendo protagonista a la monotonía en contra de la libertad, espontaneidad o espíritu aventurero, algo que nuestro cuerpo y alma necesitan constantemente, en forma de estímulos (externos e internos).

El asunto que me quita el sueño es mantener ese equilibrio entre el orden y el caos, entre la paz y la adrenalina, entre la tranquilidad y la frescura. A ciertas personas las mejores ideas les llegan en momentos de rotura de hábitos, a otra en cambio, cuando están más tiempo divagando e hilvanando pensamientos largos, lo contrario de la vida que llevamos, por ejemplo, con las pantallas y las gratificaciones instantáneas.

Todos los septiembres, que como todos sabemos es cuando realmente empieza el año, regreso a mis rutinas con una mezcla de sentimientos, y para ponerme en marcha organizo mi agenda de reuniones, de volver a la oficina, de instituto de los críos y, sobre todo, de la vuelta al deporte que, con toda la intención del mundo, suelo dejar aparcado un poco en verano y los casi diez kilos de más son el mejor indicador de esto que comento.

El resumen es que sí, quiero rutinas, las necesito, pero solo si puedo controlarlas, manejadas con la intuición que me proporciona conocerme bien, camino del medio siglo con la tranquilidad de saber qué papel quiero que tengan en mi vida y qué protagonismo les voy a dar. Al fin y al cabo son el guion básico de nuestras historias, aderezadas con sorpresas momentáneas, que es lo que le da calidad a la película.

Benditas coincidencias

La prueba a la que nos pone la vida continuamente tiene un protagonista destacado, aunque secundario en la película que vivimos, llamado azar, destino o casualidad que desviste, desnudándote, la ciencia a la que nos agarramos, la sobriedad en la que nadamos, la certeza a la que aspiramos.

Con mi hermano y con mi madre la música era protagonista en la infancia. Y el cine. Carteles de películas en las paredes, canciones en cintas del coche. Ellos me pusieron el otro día una de Joaquín Sabina, que define lo que sentimos, que se nos ha echado encima la vida, la salud, los hijos, la edad, los años y él, virando de voz y actitud, nos regala momento a veces alegres y otros más tristes que un torero al otro lado del telón de acero.

Llega a mis manos, de rebote por un tuit de un hilo de un tío que suele hablar de libros, a destiempo, al menos tenía cinco años el asunto, eso que alguien trae sin intención una idea que revoloteaba en las cabezas de muchos antes que tú, una lectura, una recomendación, un clásico que siempre me había rondado pero al que, por hache o por be, nunca me había decidido a hincarle el diente (y eso que salgo a más libro por semana): “Pedro Páramo”, de Juan Rulfo.

Hemos alquilado una casa para pasar unos días en el pueblo. Está llena de libros, no te imaginas cuánto. De arriba abajo y de puerta a puerta. Entre los miles me llama la atención un puñado, que ordeno en una esquina de una de las estanterías mientras paso el dedo por las demás, dejándome llevar por una elección que puede no depender de mí. Abro el primero: “Bartleby y compañía”, de Vila-Matas, mientras me pido un licor café en mi bar preferido de Yeste. Primera página, Enrique habla de Juan Rulfo como ejemplo de su estudio, de su pena, de su mentira y su verdad mientras suena por los antiguos altavoces del local “Así estoy yo”.

Me llega por redes que Netflix (nos espían, sí, bendito sea no recibir dentaduras postizas o pañales para pérdidas de orina) está trabajando en la producción como serie de la obra mexicana. Me salta en Spotify “Whisky sin soda” del genio madrileño tras cien años sin escucharla. Siento dos escalofríos en un lapso cortísimo, agudos, de los antiguos, cuando había sorpresas. Cuando éramos genuinamente felices y felizmente ingenuos.

Dime lo que quieras, pero lo que siento mientras escribo esto hoy, en Agosto en la Sierra, no se mide con palabras, me lo están contando como a un bartleby y quizá yo solo me dedico a copiar lo que alguien me dicta. Apuesto a que soy yo mismo desde el futuro, más listo, más culto, más joven, con menos colesterol y mejor vista.

Como un “dandy con lamparones” o ese “rumor parejo, sin ton ni son, parecido al que hace el viento contra las ramas de un árbol en la noche, cuando no se ven ni el árbol ni las ramas, pero se oye el murmurar.”

Bendito verano, benditas canciones, benditos libros.

Benditas coincidencias.

Veranos paralelos

Llevo varios días intentando retomar la costumbre de salir a correr mientras amanece, después de varios meses de mucha bici y con el Maratón de Tokio a la vuelta de la esquina, como quien dice, toca transferencia de deportes. Me levanto cuando mi mujer se va a trabajar, un café rápido y silencioso para no despertar a la prole mientras saco al perro y veo los primeros rayos de un Sol que como un certero pinchazo nos va calentado hasta el hervor en estos días estivales de calor extremo.

Bajo descalzo y sin móvil a la arena, tras el ejercicio me meto al mar, me lavo la cara y vuelvo a la calma y el temporal frescor zambullido en agua salada, empapado en sudor, me cruzo con las máquinas que maquillan las dunas y analizo a los primeros bañistas que, como banderas de una guerra ganada, clavan sus sombrillas y se atrincheran en su trozo preferido a la espera del resto de sus familias.

Subo y enciendo el ordenador, los últimos días del mes de Julio son siempre estresantes y esta tarde tengo además reuniones en Murcia capital. Comienzo la jornada laboral cuando no son ni las nueve de la mañana, me siento joven, con fuerza y afortunado.

Saludo a mi vecino antes de responder el primer email del día, está a punto de cumplir 97, nos conocemos de hace mucho y viene a pasar una buena temporada cada verano con sus hijas. Tiene nietos. Y biznietos. En los últimos años ha visto morir a su yerno y a su mujer. Tiene un humor chocante que no entiende todo el mundo y del que hace gala continuamente. Dice que está fastidiado, nos ha jodido, lo estoy yo y no tengo ni la mitad de su edad. Habla con todo el mundo, la mayoría extranjeros, sin saber una palabra de inglés. Cuesta ya un poco entenderle en español, así que podéis imaginar las maravillosas escenas de las conversaciones.

Me encanta verle cada mañana, a primera hora, yo salgo a correr por la playa y a él hoy le tocaba afeitado. Ha sido un viaje al pasado, no recuerdo la última vez que vi esa espuma blanca en una cara, y su mano temblorosa pero segura, cogiendo la cuchilla con destreza y retirándola en cada pasada.

Me encanta hablar con él, me cuenta batallitas y yo, que ya no tengo abuelos, escucho encantado intentando hacerme a la idea de cómo sería la vida de un hombre nacido en los años treinta del siglo pasado, nada menos. Está bastante lúcido y casi siempre está sonriente, preguntando por nuestros hijos y por cómo va la vida. Me pide que le toque la guitarra.

Cuando le digo que estoy trabajando a distancia suspira y me dice que esto no son vacaciones, le explico que tengo una empresa y que en esta época del año es una maravilla poder conectarme desde el ordenador para compaginar curro y piscina. No acaba de entenderlo y, de rebote, me hace dudar a mí.

Estamos cada año en el mismo sitio a la misma hora, pero sin duda tenemos veranos paralelos, aunque lo bueno es que en el horizonte, como punto impropio, acaban tocándose.

Una peli para trabajarte

Hay que reconocer que esta gente sabe hacer películas. Saben qué botones tocar en las pantallas, en los dibujos y, por encima de todo, en nuestro interior. Como la buena música, que te lleva hacia las sensaciones que ella quiere, jugando contigo como una hoja rendida a los deseos de ese pequeño remolino de aire que se forma en la esquina de una calle.

La segunda parte de “Inside Out” (traducida como “Del revés” en España) es una joyita más mental que cinematográfica, aunque también pues últimamente los guionistas saben que a las salas de cine van familias enteras (por cierto estaba casi lleno nuestro pase, no recuerdo la última vez que veía algo así, maravilla) a disfrutar juntos pero de manera diferente lo que con maestría saben exponernos estos genios de Pixar y/o Walt Disney. Para tomar nota también la maravillosa campaña de marketing a nivel internacional en general y en España en particular, con un elenco de dobladores elegidos con ojo clínico: Michelle Jenner, Rigoberta Bandini, Chanel o Gemma Cuervo, entre otros.

A los cinco sentimientos básicos de la primera parte: alegría, tristeza, ira, miedo y asco, se suman, al tiempo que la protagonista ha pasado de la niñez a la adolescencia, otros cuatro protagonistas, magistralmente conseguidos: ansiedad, vergüenza, envidia y algo llamado “ennui” que representa ese tedio vital que sienten los jóvenes en algunos momentos de su vida. Mención aparte a la anciana nostalgia que aparece un poco a destiempo, dando a entender en un par de escenas muy graciosas especialmente para los padres, que tendrá un papel más importante en las siguientes secuelas, que las habrá más que seguramente.

La película es maravillosa porque explica perfectamente (al igual que los viejales de mi generación entendemos que el cuerpo humano venía representado por aquella mítica serie de dibujos animados de los ochenta) cómo entre todos estos sentimientos se va forjando la personalidad de una persona, cómo entre todos ellos generan sensaciones más complejas como el sarcasmo y cómo el correcto equilibrio entre todos puede hacernos mejores personas, dejando entrar a cada una de ellas en ciertos momentos de nuestra vida para compensarnos.

Especialmente duro para los mayores un par de escenas en las que “alegría” sufre al sentirse impotente e irremediablemente te tienes que ver reflejado en ello.

Fuimos a verla los cuatro, nuestros hijos ya tienen 16 y casi 15, edad parecida a la de la protagonista, Riley Andersen, espejo en el que mirarse y comprenderse en más de una de las numerosas y bien llevadas escenas. Ojo a sus padres, para troncharse cuando nos metemos en sus cabezas, con las mismas pero tan diferentes emociones guiando sus cerebros. Buenísimo.

Una película para pensar, y para mejorar, para conocernos y que puede servir de instrucciones en ciertos momentos complicados que todos pasamos a diario en nuestras vidas, en nuestros trabajos y con nuestras familias.

Al salir estuvimos comentando qué peso tiene cada uno de los sentimientos (asociados además a muy acordes colorines) en nuestras únicas personalidades y cómo todos aportan en su justa medida para el fluir comunitario.

Un buen ejercicio el de ponerte porcentaje a cada uno de ellos, yo creo que lo tengo bastante claro, la clave está en conocerte y, de paso, intentar trabajarte.

Un paso mágico

Un paso mágico

Cuando entré a formar parte del grupo de patrocinadores del UCAM Murcia Baloncesto, hace tres temporadas, debo reconocer que conocía bastante poco del club y eso que siempre he sido seguidor del basket en general, además de ser el primer deporte en que me federé y competí a nivel amateur en las ligas municipales de Madrid durante algunos años, e incluso ya patrocinábamos con la empresa varios equipos locales de la región.

Nunca pensé dar el paso de colaborar con un equipo de la primera división profesional de ningún deporte, también debo reconocerlo pero, como todo en la vida, el esfuerzo da sus frutos y con el ímprobo trabajo que desarrollamos en la agencia, unido a la insistencia y el cariño de Antonio y José Miguel por parte del club pudimos por fin permitirnos afrontar la inversión publicitaria que supone dar un paso de este calibre. Un paso mágico.

Recuerdo como si fuera ayer la rueda de prensa de la presentación con Felipe y Julia, siempre atentos y profesionales, en la que pedí que me acompañara un tal Tomás Bellas, del que no sabía más que llevaba mi número 7 a la espalda y que ha acabado convirtiéndose en buen amigo y con el que tengo la suerte de seguir compartiendo buenos momentos personales. No imaginaba en ese momento que acabaría yendo a todos los partidos de todas las temporadas, sacando tiempo de debajo de las piedras para ir enganchándome a un equipo que iba dando tumbos deportivos en una travesía en el desierto de la ACB que lo tuvo a las puertas de los playoffs, con papeles discretos en la Copa del Rey y la Champions League, pero sentando las bases de lo que este año ha acabado saliendo a la luz, con el trabajo de unos excelsos gestores técnicos, deportivos y creativos como son Sito, Alejandro y Juan Pablo, una memorable temporada en la que hemos disputado la Final Four de Belgrado y nada menos que la finalísima de la Liga Endesa al todopoderoso Real Madrid, después de eliminar con enormes dosis de épica al Valencia y al Unicaja Málaga, nada menos.

Un equipo, liderado por el incombustible, excelente persona y eterno capitán Nemanja, que ha movilizado a toda una ciudad, ha ilusionado a toda una región que ha llenado continuamente el Palacio de Deportes, que ha vibrado con la calidad y los cojonazos de Rodions, Dustin o Dylan, por nombrar tres de todos los guerreros que se han partido la cara, incluso literalmente estos días y que ha sabido degustar el buen baloncesto que nos espera a los murcianos a partir de ahora. Un club en el que desde el primero al último ejecutan a la perfección su papel, un abrazo enorme desde estas líneas para toda la familia Mendoza y cómo no, para Lucas, Jose Manuel, Mariano, Carlos, Tozé o Estefanía, entre tantos otros.

Personalmente me siento feliz de haber enganchado a mis hijos, a mis hermanos y a mi padre, que se han hecho todos fans de este UCAM Murcia que es también una familia, realmente, de la que todos nos sentimos parte. Orgulloso también de haber contagiado a otras empresas amigas y clientes a unirse al barco de los patrocinios que tanto aportan a la sociedad y al deporte en todos sus estratos, también muy contento especialmente de que me haya recibido con los brazos abiertos el selecto club de patrocinadores/animadores con el que hemos disfrutado de inolvidables viajes y memorables previas: José Luis, Víctor, Miguel, Enrique, Julio, Juan Antonio, Iñaki, Ángel, Juan Carlos, Alberto, Emilio, Raúl, Ramón, Fran, Ginés, Antonio, Marcos…

Me va a faltar algo estos meses de descanso sin la rutina de los partidos, sin los nervios de la competición, sin las previas, sin los viajes y sin ese gusanillo que te recorre el cuerpo cuando sientes que eres parte de algo mucho más grande que tú, compartido con la gente a la que quieres y que de vez en cuando, además te da una alegría. Como si hiciera falta, que no la hace, pero a nadie amarga un dulce, qué demonios.

Estoy contando los días para la temporada que viene, para volver a nuestro pabellón, para dar abrazos y choques de manos a tanta gente con la seguir sumando momentos inolvidables y pasos mágicos que juntos, saben todavía mejor.

Lo que me ha enseñado el japonés

¡Si es que no tengo tiempo!

Todos intentamos convencernos habitualmente a nosotros mismos de que estas palabras son verdad, nos damos excusas para no afrontar la realidad de que únicamente es cuestión de organizarse un poco cuando realmente queremos hacer algo y encontraremos el tiempo para ello. Otra cosa es que nos engañemos por falta de interés o por presiones externas que manchan las decisiones.

¿Cuántas veces has escuchado esta frase, ya sea de tus propios labios o ajenos? Yo también me lo digo, aunque intento hacerlo menos cada día, convirtiéndolos en intensos y con elecciones auténticas e implicadas, por eso hace mucho tiempo que no me meto en proyectos nuevos, solo me entrego a lo que me gusta y me aporta, o a nuevos retos personales que encajen en mi tiempo libre, que os aseguro no es mucho. Y si no hay tiempo, porque las 24h dan para lo que dan, hay que priorizar y sacar alguna cosa de esa caja temporal que todos tenemos bien llena, dejando hueco a otras que reclaman su sitio.

Ayer realicé el examen final del curso de japonés que este año me propuse realizar en la Escuela Oficial de Idiomas, con pico y pala he sacado espacios de debajo de las piedras para ir a (casi) todas las clases, estudiar, practicar tanto la escritura como los listening, el vocabulario y la compleja gramática nipona, aprobado con notaza, por cierto. Y sí, claro que he tenido que sacrificar otras cosas a cambio, pero la vida es mutable y gracias a Dios somos seres humanos libres para decidir en qué gastar nuestro valioso tiempo libre en hacer deporte, ver una serie, aprender un idioma, tocar la guitarra, tumbarnos en el sofá a no hacer nada o tocarnos los cataplines, que también hay que descansar, por supuesto.

El japonés tiene infinitas características únicas, comenzando por sus tres modos de escritura: hiragana (el silabario para palabras de origen japonés), el katakana (otro silabario usado principalmente para palabras de origen extranjero y que, en mi opinión, posiblemente no real, lo usan para no manchar su historia y su lenguaje con ciertos conceptos “importados”) y finalmente los famosos kanjis, esos caracteres de origen chino que son conceptos en sí mismos. Tres ejemplos:

  • Hiragana: ありがとう / Arigatō / gracias
  • Katakana: ハンバーガー / hanbāgā / hamburguesa
  • Kanji: 食べます / tabemasu / comer

Aprender un idioma, como bien argumentaba la película “La llegada”, te abre la mente hacia nuevos niveles de conciencia y percepción de lo que te rodea, la vida se entiende diferente en cada idioma y más aún cuando te introduces en los orientales, que no tienen nada que ver con los más usados en esta parte del mundo. Aprender japonés además, me ha enseñado a ser un poco más paciente, a practicar la constancia, y a desempolvar la escritura, algo que con tanto teclado de ordenador y móvil, se me estaba olvidando.

Lo que empezó como una tontería para saber decir tres chorradas en mi próximo viaje al Maratón de Tokio se ha convertido en un reto que probablemente continúe realizando el año que viene.

Termino con otra interesante enseñanza del idioma japonés: 忙しい (isogashii) significa “estar ocupado”, pero la composición del kanji tiene una sorpresa escondida, compuesto de dos partes: alma, corazón o espíritu por un lado y perder por el otro.

Así que estar ocupado, para un japonés, significa perder el alma. Tomemos nota.

Entonces, ¿todos son buenos?

Si el poso que ha quedado a mis hijos tras el último capítulo de “Lost” ha sido la frase que da título a esta columna, es que todo ha merecido la pena. Y es que es verdad, en el fondo todos son buenos, como en la vida misma y el día que entendemos eso mejoramos personal, familiar, social y empresarialmente. La vida nos lleva, nos deja actuar, nos permite decidir. Pero el final es el mismo para todos, siempre.

El segundo visionado de la por muchos considerada mejor serie de la televisión ha superado con creces la primera, cuando teníamos bebés en lugar de adolescentes. Ellos han cambiado y poder disfrutar de más de cien capítulos juntos será posiblemente recordado en su madurez como algo precioso. Los protagonistas también han cambiado, ya no solo durante las seis temporadas, que también, el paso del tiempo es sosegado en ellos y ver sus fotos actuales tras veinte años, te da un tortazo de realidad tan impactante como necesario.

Y nosotros, los padres de estos chavales que hoy tienen 16 y 15, debemos también haber cambiado radicalmente para llevar años con los recuerdos sobre esta obra maestra atrofiados, pensando que las cuatro primeras temporadas son geniales y las dos finales de relleno. ¿Qué pasaba por nuestras cabezas? La serie gana con cada minuto, con cada pieza encajada, con cada personaje. Qué absoluta maravilla es formar parte de este universo que dudo jamás sea superado a nivel de guion. Y qué actores, cómo evolucionan al compás de la serie, acabando por tener una propia fuerza de gravedad cada uno que tira para las esquinas de la pantalla, equilibrando una historia única, pero a la vez universal.

El propósito vital como leitmotiv de la trama, las cargas que cada uno arrastra, los quiero y no puedo, los mil “que pudo haber sido”, los complejos y las ambiciones, las cuentas pendientes, las ilusiones y las decepciones. Todo ello tejido de una forma tan brillante que cala hasta los huesos. Todos son buenos, todos son protagonistas principales, todos somos ellos, ellos son nosotros, nos vemos reflejados en cada acción, en cada decisión, en sus bondades y maldades.

Poco importa el humo negro, la iniciativa Dharma, el accidente de avión, la isla o el purgatorio… la escena final me ha puesto un nudo en la garganta y lagrimones tamaño XL. Un ojo abriéndose, o cerrándose según se mire, una mirada en paz y un hasta pronto, Jack.
Si no has visto esta serie, no puedes dejar de hacerlo, y si la has visto hace unos años, vuelve a hacerlo y disfruta otra vez de cómo tú mismo te sientes “encontrado”, o al menos así me he sentido yo con esta deliciosa revisión.
O quizá podamos llamarlo, iluminación.

Porque la luz que tenemos dentro es gran culpable de que todo encaje.