Temperatura relativa

Los cuerpos, como superficies que son, reciben continuos impactos que moldean su estado, varían su composición y alteran su temperatura. Las llaves, por ejemplo, al sacarlas del bolsillo en verano tienen un tacto totalmente diferente al que reciben de ellas tus dedos en pleno invierno. Las llaves son las mismas, tus dedos también. ¿O no? El plano atmosférico modifica lo inerte y lo vivo, lo blando y lo duro, el continente y el contenido. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde? ¿Hasta cuánto?

Un algo invisible, intocable e inodoro (la mayoría de las veces) atravesando sin mayor complicación los átomos que componen las aparentes superficies sólidas que forman tu cuerpo. Unos átomos que ya existían cuando hace cuatro mil quinientos millones de años se formó la Tierra. Y tú pensando que eras único.

Mi abuela decía que sabía que iba a llover cuando le dolían las manos, hay quién se deprime cuando está nublado y otros prefieren el poso romántico que provoca la lluvia. El clima modificándonos. Por dentro y por fuera. Y de manera diferente a unos y a otros. Porque si lo piensas, como si de algo físico se tratara, moldea nuestros actos en desigual intensidad y sentido. Personalmente no hay día que no me levante destemplado, de frío o de calor y con esa sensación personal traslado a mis hijos el clima que intuyo me espera al subir la persiana y abrir la venta cada mañana. El previsible estado de ánimo. Chicos, hoy hace frío, abrigaos bien para ir al cole. Y luego nada, calor. O eso dicen ellos, aunque sus cuerpos, con las hormonas de parranda, casi siempre están orientados en dirección contraria a la mía si hablamos de grados.

La temperatura es relativa y sus afectaciones también, las sensaciones nunca son completas, consistentes o unívocas, se nutren de las anteriores y de paso van formando las que vendrán, construyendo lo que fuiste, eres y serás. Cuidarlas, entenderlas, sentirlas, vivirlas y aceptarlas, pero al mismo tiempo intentar controlarlas, haciéndolas más enteras y menos viscosas. Como barro en las manos del alfarero, sintiéndote por ello poderoso, como pequeña muestra quizá de un súper-poder a tu alcance, como al sentir frío te tapas o al tener calor buscas la sombra, no para evitarlos sino para regocijarte en la aceptación.

Nacho Tomás
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Artículo publicado en La Verdad de Murcia
Marzo de 2021

El futuro del Infante Juan Manuel

Leo por ahí que los españoles están gastando más que nunca en reformar sus casas, en adecentar sus balcones, en cuidar los espacios en que por obligación o placer pasan la mayoría del tiempo de sus vidas. La vida en tu casa, saltando un escalón, se convierte en la vida en tu barrio y en esta pandemia hemos pasado más horas que nunca tanto en nuestras casas como en nuestros barrios. Toca cuidarlos.

No es la primera que hablo de las ventajas de este tipo de aglomeraciones urbanas, cuando volví de Madrid lo tuve claro: mi barrio de niño sería mi barrio de viejo. Por eso agradezco haber sido invitado por el Ayuntamiento de Murcia y la Junta de Distrito al proyecto participativo Conexión Sur y estas fueron las aportaciones que realicé como ciudadano implicado para mejorar el mío, el Infante Juan Manuel.

Comienzo por el forzoso (y no siempre tenido en cuenta) protagonismo de los niños, tenemos que cuidarles ofreciéndoles servicios de calidad para que sigan aquí en el futuro: bibliotecas, sala de estudio, más instalaciones deportivas y lúdicas para adolescentes… Nuestro barrio tiene 13.000 habitantes, casi una ciudad mediana, un sitio perfecto para nacer y vivir aquí.

Continúo sugiriendo reforzar la permeabilidad del barrio con el resto de la ciudad, especialmente a nivel movilidad, lo cual implica la necesaria mejora del transporte público, la ampliación del Tranvía al Carmen y la pasarela peatonal de conexión con la zona de Cruz Roja. Ya hay en la vida suficientes “muros” físicos naturales como para inventarnos otros nuevos artificiales.

Tema vital también es la importancia del comercio de cercanía, cuyos clientes van a comprar andando, no en coche (para eso están los centros comerciales). Me parece que a menudo somos un barrio-parking para gente que no vive ni consume aquí, puede ser buena idea ampliar las plazas de rotación y crear nuevos espacios para residentes que realmente las necesiten. El resto convertidos en zonas verdes, de juegos o carriles bici.

Hablando de carriles bici, que estén segregados del tráfico a motor y conectados con el resto de la ciudad, habilitar aparcamientos seguros de bicicletas dentro de los centros educativos y los espacios de trabajo, tanto públicos como privados. Valentía con alguna peatonalización de calles pequeñas y mucho más control de la velocidad en las grandes avenidas, son mini autopistas urbanas que algún día van a provocar una desgracia.

Y para terminar, ampliando un poco el foco desde mi núcleo concreto a un nivel más general de todos los barrios del sur (Barrio del Carmen, Barriomar, Nonduermas, Patiño, Barrio del Progreso, Santiago el Mayor, San Pío X y Ronda Sur) y especialmente tras la futura liberación de una enorme cantidad de espacio tras el soterramiento de las vías del tren, la ciudad tiene la responsabilidad (y casi la obligación) de devolver el tiempo perdido a esta zona, en algunas partes especialmente deprimida tanto social como económicamente.

Además, se están poniendo sobre la mesa un amplio abanico de nuevas posibilidades económicas en las que la ciudad, la comunidad, el país e incluso el continente pueden ayudarnos. Y nosotros a ellos. Hagamos fuerza de barrio para globalizar desde lo pequeño. En el fondo todos somos uno.

Sobre el papel parece fácil, solo hacen falta políticos valientes, ciudadanos implicados y ganas conjuntas de afrontar las actuaciones centradas en el bien común, aprendiendo de los errores pasados e intentando no cometerlos una y otra vez en el futuro.

Que los errores sean nuevos, igual hasta nos gustan.

Nacho Tomás
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Artículo publicado en La Verdad de Murcia
25 Febrero de 2021

Nostalgia de lo auténtico

Es febrero en Murcia y el sol ya pica. No es algo nuevo por aquí. Lo diferente esta vez es otra cosa. La primavera se abre paso, con dos meses de adelanto y paso firme, tras una nueva vuelta al Sol, como siempre. Los cambios de estación provocan melancolía.

En estos días de funambulismo echamos de menos más que nunca, saltando de liana en liana, evitando por centímetros darnos de morros contra el suelo a lo trapecista. Lo que teníamos y no valorábamos. Música que suena distinta, películas lucen raro, lecturas que acompañan un poco menos, rodeados de un continuo ensayo general, una frialdad contagiosa, un estado catatónico. Un desasosiego constante observando el entorno a través un muro de metacrilato, esta morriña perpetua, la sensación de haber vuelto a la casilla de salida, de vivir en una fase beta siempre a punto de relanzarse, pero no.

Nostalgia de improvisar una cena romántica con tu mujer sin tener que hacer imposibles malabares, que tus hijos jueguen a lo burro con otros niños, de abrazar a tus padres y hermanos, cantar a voz en grito mientras suena tu canción preferida en un bar abarrotado, buscar un hueco a codazos en la barra con tus amigos, compartir con un desconocido un mini de cerveza en un concierto, ayudar a llevar las maletas a un abuelete en el aeropuerto, dar la mano a un cliente tras cerrar un trato, cruzar la línea de meta y abrazarte empapado en sudor al que te acaba de ganar por un segundo, un café al sol en una terraza abarrotada.

Nimiedades hace un año, reveladas ahora como lo único importante de nuestras vidas. Ojalá cuando volvamos a poder disfrutarlas sepamos valorarlas, porque capaces somos de darlas por sentado de nuevo cuando esto pase, que pasará, y entonces sí que nos mereceremos su pérdida. Su robo, su arrebato, porque esta vez ha sido a mano armada y con premeditación.

No sé si por haber estrenado gafas de cerca, pero intuyo que no hay medicina para este amago de depresión, para este inicio (o final, a saber) de la midlife crisis, lo auténtico volverá sólo cuando podamos volver a juntarnos, el ser humano es humano por eso, por relacionarnos, socializar, tocarnos, por eso que no vale nada, pero nos lo devuelve todo. Por eso que ahora nos falta.

Nacho Tomás
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Febrero de 2021

Los empresarios y la pandemia

La semana pasada escribía en esta misma sección la importancia de la empatía, de ponernos en la piel del otro antes de denigrar un comportamiento, de afear una conducta, de criticar un gesto. Lo intento hacer a menudo, aunque debo reconocer que no lo consigo tanto como me gustaría. Los empresarios lo estamos pasando mal en esta pandemia, como todo el mundo, no creo que a nadie se le escape, no somos ni mejores ni peores que los demás, igual de sufridores, igual de tocados, igual de jodidos porque estamos ahí, en las duras y en las maduras, generando trabajo, recibiendo palos. Ganamos dinero, sí, pero otras veces tiramos de ahorros personales para mantener la empresa en marcha.

En mi sector afortunadamente podemos llorar por un ojo, ya son muchos meses de teletrabajo al cien por cien (pues tenemos la suerte de poder permitírnoslo) pero en otros sectores el desastre ha sido extremo al pasar a cero de facturación de la noche a la mañana y sufrir daños colaterales para todos: principalmente empleados y proveedores, con permiso de los clientes. Algo que no aguanta ningún riñón. En la agencia íbamos a comenzar de nuevo las reuniones presenciales este año, pero hemos decidido aplazarlo una vez más, con los problemas que ello supone a nivel equipo, comunicación interna y productividad, asimilando nuevos procesos y cambios continuos que consumen muchas horas de trabajo, sueño y cansancio. Porque (aunque nosotros hemos aumentado la facturación y las nóminas) lo que ha pasado es tan loco, tan montaña rusa, que ni en el mejor MBA del mundo nos podrían haber formado para este desquiciante día a día: en un trimestre cae la facturación un 20%, en el siguiente aumenta un 30%, unos recortan la publicidad, otros la incrementan, baja la rentabilidad, hay nervios en todo momento, aumentos o ajustes a la baja de plantillas que no siempre son acertados y, en resumen, un sinfín de decisiones en estos momentos de incertidumbre total y de nunca saber si están mal o bien tomadas, preocupado continuamente por la salud empresarial de tus clientes, que en el fondo es la salud de tu propia empresa y de todas las personas y familias que esto implica.

Y todo ello incluido en el sueldo, no vayan a pensar que esto es una queja, cuando nos va bien soy el primero que presume, ahora solo pido eso, un poco de empatía para los pequeños empresarios, que están haciendo malabarismos como nunca antes se había visto para mantener a flote sus negocios, sus empleados y, por qué no reconocerlo, sus merecidos sueños.

Nacho Tomás
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Enero 2021

El año de la empatía

Hace unos años un buen amigo, antaño activista radical bastante implicado, me confesó la impotencia que sintió al sentarse como concejal en su primer pleno. La cantidad de ideas que estuvo defendiendo durante años, criticando con vehemencia a su Ayuntamiento por no llevarlas a cabo y la imposibilidad de, ahora que tenía por fin poder, llevarlas a buen puerto.

Otro buen colega, esta vez músico novel, me contaba entre risas la vergüenza que sintió en el primer ensayo de su nuevo grupo cuando le pidió al experto batería que se les unió algunos ritmos que sonaban fenomenal en su cabeza, pero eran imposibles de ejecutar con dos manos y dos piernas.

Cuando yo era empleado reprochaba ciertos comportamientos de algunos jefes que ahora yo mismo ejecuto con mi gente, por necesidad o por el bien común de la empresa. Igualmente, cuando no tenía hijos pensaba en lo sencillo de ser padre.

Tirando de tópicos, qué fácil son los toros desde la barrera, ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el nuestro. Un nuevo año es el momento perfecto para darle por fin la vuelta a esto y, aunque con la salud claramente por encima de todo, toca resistir la tentación de poner esta vez objetivos vitales, profesionales o personales entre los propósitos iniciales, que en el fondo son lo mismo y lanzarnos juntos a pedir una cosa:  Empatía.

Espejos en los que mirarse, pero sobre todo reflejarse, verse pintado como un resto de lo que queda cuando dejas de ojearte, ese poso que te define y te persigue, por mucho que mires a otro lado. Para que nunca olvides que lo que hoy eres puede estar infinitamente alejado de lo que verás al mirarte mañana.

El año de los espejos, a poder ser en las calles o zonas concurridas, que veamos claramente a las personas que hay detrás, de paso o fijando su mirada en nosotros, con otros puntos de vista, otras perspectivas y, a buen seguro otras respuestas, tan válidas como las nuestras, a las mismas preguntas.

Propongo que entre todos consigamos un 2021 como el año de la empatía, que nos vendría de perlas a nivel político, en casa o en el trabajo.

Nacho Tomás
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Enero de 2021

Navidad por fascículos

Parecía que no iba a llegar nunca pero ya lo tenemos aquí. El final de 2020 está a la vuelta de la esquina y, como a un clavo ardiendo, pensamos agarrarnos al que viene en un gesto ninja que evite lo pasado y nos plante con triple mortal, tirabuzón, corbata y traje de estreno, frente a 2021. Como si fuera posible el plumazo, carpetazo, borrón o cuenta nueva, pelillos a la mar y aquí no ha pasado nada. Porque si te pones a evaluar los daños con los que dejamos atrás este año más nos vale tirarnos al pacharán, los mazapanes y a esta Navidad por fascículos y a distancia que nos ha tocado vivir.

Nos queda la salud, diremos, que no es poco, la vacuna como premio gordo de una lotería que nunca toca ni falta que hace, tocar queremos a nuestra gente, tomar aire (y echarlo) sin sentirnos culpables, sin mirar de reojo ni gesticular raramente porque el tío que va delante amaga un estornudo. Que a nuestros hijos les sonrían algo más que los ojos. Qué faros. Iluminando en círculos lo que en trescientos sesenta grados nos ha rodeado, viéndolo pero sin tocarlo, sintiéndolo cerca, al alcance de unas manos hartas de gel hidroalcohólico y que no pueden agarrar más que zarpazos estúpidos al aire.

Se va un año en que, crueldad extrema, hemos tenido que contar nuestros amigos, hemos controlado los impulsos y nos hemos recogido por fuera, nos hemos sumergido en vídeos de conciertos y echado las manos a la cabeza por lo que éramos y no valorábamos, echando de menos hasta las cosas que no nos gustaban y entendiendo por fin que quejarnos de lo que no teníamos era tanto o más egoísta que menospreciar lo que de serie traíamos bajo el brazo.

Es hora de sacar la balanza, de borrar y mirar adelante, de vídeo llamadas, sufrir en silencio, de servir a otros, ofrecerte, de cambio de cepas, entregarte, de ser egoísta y generoso (créeme que se puede), de emborracharnos envueltos en papel higiénico, aplaudirnos, resistiré, incomunicarnos, tocar la guitarra. Hora de hacer postres, comerlos y regalarlos, hora de test lentos, criticar sin daño, de todos en casa, todos fuera, de todos juntos pero separados, de familias y burbujas, de puñeteras estadísticas, de PCR, balcones y de valoraciones desde lejos, de ir sin moverte al colegio, al instituto o al trabajo.

Por un 2020 siete veces mejor que 2021. Lo encaro agradecido, dejándome la piel en lo que creo y tratando con ternura las vidas que toco, como si todas tuvieran que acabarse a media noche: no pienso cambiar la cantidad de cosas buenas que me han pasado en la vida por tratar con respeto y educación a la gente.

Ojo, que el próximo puedes ser tú.

Nacho Tomás
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23 de Diciembre 2020

Una ducha y dos móviles

Hay pocas cosas más injustas en la vida que escuchar el teléfono mientras te estás duchando. Y en invierno más. Ponedlo en silencio siempre si no queréis que os pase lo que a mí…

El agua cae suavemente sobre mis hombros y dedico unos segundos a relajarme, pensar un poco y entrar en calor tras haber salido a correr en esta gélida madrugada. De repente, me parece sentir algo en la distancia. ¡El móvil!

No te pongas nervioso, me digo a mí mismo deseando que la llamada esté acabando, la he escuchado de milagro mientras me enjabono la cabeza. Luego miraré quién es. La voz de mi interior intenta convencerme de que ni caso, de que deje caer las gotas y haga tapón en mis oídos. Relájate. Siente el calorcito. Es tu momento de desconexión.

Pero nada, que no, sigue sonando, sonando y, mientras pienso por qué tengo desactivado el contestador automático, salgo a toda prisa de la ducha toalla en ristre.

Quién llamará a estas horas, farfullo internamente, mojo el pasillo y antes de secarme las manos atropelladamente intento alcanzar el botón de descolgar cuando se escurre entre mis dedos con tan mala suerte que cae totalmente plano al suelo, partiéndose el cristal en mil pedazos.

– ¡Joder! – grito inconscientemente

Espero no despertar a mi hermano que está durmiendo en la habitación de al lado y se ha tirado 12 horas seguidas currando. Trabaja por turnos y le llevan loco al pobre. Al menos tiene un sueldo.

Vivimos juntos desde que nos independizamos de nuestros padres hace tan solo unos meses. A ver si le convenzo para hacer algo de deporte. Yo entreno a diario, él se está dejando cada día más. Mal asunto.

Por el rabillo del ojo, y justo mientras el teléfono volaba desde mis temblorosas manos hacia abajo, me pareció ver que la llamada era de alguien que no tenía grabado. Intento encender de nuevo el móvil pero no responde. Solo un ruido raro y pantalla en negro.

Qué rabia me dan estás cosas, ¿quién sería? Ahora tendré que buscar un móvil nuevo y a saber cuándo me enteraré, si es que me entero. Voy a estar varios días preocupado. ¿Y si era de alguna de las ofertas de trabajo a las que me he apuntado?

Medio en pelotas y blasfemando en voz baja me dirijo de vuelta al baño cuando resbalo con el jabón del pasillo y caigo de bruces, no sin antes partirme la ceja contra el lavabo.

El suelo es ahora una mezcla de sangre roja y pompas azuladas, intento abrir los ojos pero me mareo y creo que pierdo el conocimiento.

Vuelvo poco a poco a la conciencia. Estoy sentado en la sala de espera de un hospital, rodeado de gente que no conozco de nada. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cuánto tiempo ha pasado? Siento escalofríos.

Me hago mil preguntas mentales hasta que la megafonía me da un tortazo de realidad, pronunciando mi nombre e indicando que pase a triaje. Entro en el box algo desorientado y sorprendido de que alguien me siga.

– ¿Qué le pasa? – dice la doctora que me atiende – Está usted un poco pálido.

Qué me va a pasar si tengo la cabeza llena de sangre, pienso yo. Y encima ahora atienden en urgencias de dos en dos, parece ser.

Voy a comenzar a quejarme de la situación cuando de repente oigo:

– Seguro que le ha dado un golpe de calor – dice el hombre que ha entrado conmigo – le ha pasado ya otras veces. Normal en este día infernal de verano.

¿Qué? ¿Quién es este tío? Intento hablar pero no me salen las palabras de la boca.

– Debería acompañarle a su casa – dice la doctora – que beba bastante agua y se dé una ducha fresca, los cuarenta grados de la calle no son precisamente buenos ahora mismo.

– Mal asunto – continúa el hombre – tengo que volver al trabajo, creo que mi compañero tiene un hermano. A ver si encuentro su número…

Llama y pone el manos libres para que todos lo oigamos. Un pitido. Otro pitido. Tercer pitido. No lo coge nadie. Cuarto pitido. Suena un clic seguido de un golpetazo considerable y un “¡Joder!”

– Hola, me escucha alguien? – pregunta el hombre, con el silencio por respuesta

Me están dando ganas de vomitar, necesito ir al baño. Me levanto de la silla aturdido buscando la puerta de salida. En el espejo me miro de reojo y no hay rastro de sangre. La ceja está perfecta y estoy vestido con un mono de trabajo naranja. No entiendo nada.

Vuelvo a entrar al box decidido a preguntar qué está pasando aquí cuando escucho en voz baja…

– Es un chico un poco raro, doctora, no da problemas en el trabajo pero tampoco se relaciona mucho. Creo que su hermano es igual de especial. Seguro que no ha cogido el teléfono porque siempre está haciendo deporte. A ver si se le pega algo a este.

Totalmente desconcertado meto la mano al bolsillo y veo mi teléfono, intacto. Hay un mensaje de mi hermano:

– Tío, deja de hacer ruido en la ducha. Necesito descansar. Mañana salgo a correr contigo.