El bautizo

Acababa de parar de llover cuando llegué a la Catedral, por fin a resguardo pero calado hasta los huesos, entré escuchando el fantasmagórico pero habitual eco que añade a cualquier voz el mágico interior de estos lugares.

Estaba completamente llena, lo que daba un toque de absoluta transcendencia al denso silencio, atronador, que nos envolvía. Olor a gente, a ropa mojada, a madera antigua y a paredes centenarias.

Me situé discretamente en la última fila de bancos, listo para asistir por primera vez a lo que tantos años estaba evitando y temiendo: mi bautizo.

El pequeño charco que se había formado bajo mis pies reflejaba la magnífica cúpula que me protegía y yo, mirando al suelo con un ojo y a mi alrededor con el otro, iba siendo presa del pánico a la misma velocidad que me iba secando poco a poco.

Los apellidos iban avanzando con lenta parsimonia en la boca del maestro de ceremonias, no supe si por orden alfabético, edad o importancia en el escalafón interno de la orden, pero fuera el motivo que fuera, cada nuevo mencionado era un paso menos para que llegara mi turno.

Cuando escuché, debidamente ordenadas, las letras que mis padres eligieron para mi nombre y que nunca quisé oir salir de aquella boca, un escalofrío recorrió mi espalda, un sudor frío llenó las palmas de mis manos y un retortijón acudió raudo a mi vientre.

Era el momento. Había llegado. ¿Cómo podía estar tan nervioso? La Luna asomaba levemente entre las vidrieras, pintando de un precioso color plateado las gotas que por ellas resbalaban.

Octubre del año 1577, Murcia, obligado por la tradición familiar me tocaba cumplir con un trámite que no deseaba lo más mínimo. En las antípodas morales de mis ancestros, formar parte de esto cortaría de cuajo mis ambiciones individuales.

No era más que un sencillo aprendiz en la única imprenta de la ciudad, emocionado al ver cómo por arte de magia aparecían las palabras en los lienzos que salían de las máquinas. Quería seguir haciéndolo, pero si entraba hoy en la orden sería incompatible, sería un desastre personal.

Oí mi nombre, pero algo me tenía paralizado. Estaba completamente bloqueado. No alcanzaba a enteder qué era, pero mi cerebro no mandaba órdenes correctas a mis extremidades. Un rumor iba aumentando en volumen al ver que nadie acudía a la llamada.

No podía mover un músculo, pero como nadie me conocía y éramos más de cien chavales que nunca antes nos habíamos visto, decidí continuar quieto y callado, poner cara mitad de sorpresa mitad de recriminación como todos los demás y rezar porque llamaran al siguiente.

Los segundos pasaban lentísimos, las miradas comenzaban a agudizarse, en menos que canta un gallo me tocaría reconocer que era yo el fallido fugitivo, siendo al mismo tiempo blanco de sus críticas y pasto de un futuro que sería para siempre ordenado por otros.

De repente, un ruido ensordecedor y demoniaco envolvió el ambiente, era algo que no venía de este mundo, algo totalmente irreal. Una melodía metálica como el latón, afilada como una sierra y rítmica como el martillo que golpea la ardiente fragua.

No sé como explicarlo pero algo vibraba dentro de mí, como si yo mismo fuera el origen de esa sinfonía maldita y descontrolada. Todo el mundo se giró a mirarme, era mi cuerpo el que emitía esa canción infernal temblando desde lo más profundo de mi ser.

El corazón quería salirse de mí mismo y latía descontrolado mientras me agrarraba el pecho sin entender nada cuando palpé algo que no era mío entre los pliegues de la ropa, algo pequeño y colorido que con un rápido movimiento cacé y lancé al suelo aterrorizado.

Era una especie de aparato con fuegos y sonidos, que seguía vibrando en el suelo mientras daba pequeños saltos de un modo espasmódico y que formó un corro de curiosos que se iban santiguando alrededor corroídos por el pánico hacia ello. Y hacia mí.

Sus ojos alternaban rabiosos entre aquel invento del Diablo y mi persona, estrechando el círculo a cada paso, señalándome mientras se iban pertrechando con los palos y hierros que tenían a mano.

El más violento de todos se abalanzó hacia mí armado con un enorme candelabro de bronce mientras seguía sonando ese «pipipipiiii, pipipipiiii, pipipipiiii» cada vez más fuerte y más agudo.

Justo en el momento en que me preparaba para recibir el golpe, cerré los ojos tan fuerte como pude, alzando los brazos para intentar contrarrestar su ataque cuando entre los dedos apareció mi despertador, sonando rabioso este 2024, en el primer día de mi nuevo trabajo.

FIN

Hielo en Murcia

Poca gente conoce esta curiosa historia que sucedió en Murcia hace un siglo y que mezcla la pasión de un aventurero, el empuje de unas familias y la mayor crisis económica de la historia… ¡Vais a flipar!

En 1927 un jovencísimo Alberto Ruiz, natural de Yecla, viajó a Estados Unidos en un barco pesquero, enrolado como marinero. Obligado por su padre, pobre de solemnidad, pues huía de un más que probable ajuste de cuentas por unas deudas de juego.

Dicen que llegó habiendo perdido un dedo, a saber si por un accidente laboral o por otra apuesta a bordo, y los azares del destino le llevaron dando tumbos de acá para allá, buscándose la vida peor que bien la mayoría de las veces. Nadie sabe a ciencia cierta cómo acabó en Canadá, donde en medio de un durísimo invierno quedó totalmente fascinado con un juego que nunca había visto en su vida y que cambiaría el rumbo de muchas historias: El hockey sobre hielo.

Los canadienses eran los mejores por aquel entonces en un deporte que comenzaba a hacerse medio conocido en el mundo tras el exito cosechado en los Juegos Olímpicos de Chamonix en 1924 donde, curiosamente, los padres de Alberto se habían conocido catorce años antes. Él era conductor de autobús, contratado por una bodega y ella, Aurora Alcaraz, de Hellín, estaba de vendimia en la ciudad francesa. Flechazo, viaje de vuelta juntos y no es necesario que contemos mucho más: un precioso hijito.

En esta foto, junto a sus cuñados y el vástago protagonista de esta historia. Ojo, que no hay muchas más instantáneas de todos ellos juntos.

Alberto, buscavidas de nacimiento (además de murciano), consiguió convencer a la federación canadiense de que vinieran a España a demostrar sus habilidades y de paso él ganarse unos cuartos. Era una época radiante en todo el mundo, ideas locas welcome.

Pero claro, no había tenido en cuenta (o sí) lo complicado que es ver hielo en su fresco estado por debajo de algunas latitudes. Por cierto, esta es la única foto que existe de Alberto en una pista de hockey…

…porque lo que realmente gustaba a su familia materna no era el hockey sino el tenis, no obstante el chaval de El Palmar que estos días está revolucionando el mundo de la raqueta es descendiente de Aurora, cuyos hermanos trabajaron toda su vida en el Club de Tenis de su pueblo.

Para semejante proeza de mover a tanta gente había que tener mucho dinero y aquí es donde se pone interesante la cosa. Alberto convenció, tras un viaje relámpago de vuelta a España (para la época eran dos meses de ida y vuelta) a un grupo de empresarios cuyos nombres quizá os suenen. Son todos ellos dueños de empresas que aún hoy, cien años después, siguen funcionando a pleno rendimiento en Murcia. No voy a hacerles publicidad, pero no me digáis que no son reconocibles.

En aquella reunión, celebrada en la pecera del Casino, dicen que Alberto les aseguró que el equipo canadiense vendría de gira por todo el país si se preparaban a conciencia para ello, pistas de hielo incluídas.

Y se les pagaba, claro. Para lo cual, problema principal, deberían aprovechar el invierno, pues a principios del siglo pasado, mantener el hielo sin derretirse no era tarea fácil. Tendría que ser en pleno invierno.

La idea era sencilla, montar una gira de partidos de exhibición en los que el público quedara maravillado viendo a estos súper atletas, de casi dos metros de altura, patinando grácilmente sobre hielo al tiempo que metían goles en unas minúsculas porterías.

Alberto consiguió embarcar a cinco personajes canadienses que tenían negocios en España para ayudar en la intendencia. Tenían dinero e intereses, enamorados a distancia de nuestras costumbres, tradiciones y folklore, según le contaron.

Cinco hombres que todavía hoy nos suenan a todos y que nunca volvieron a cruzar el Atlántico de vuelta, pues formaron sus familias en nuestro país, siendo además, fundadores de algunas de las más famosas tradiciones murcianas: Sí, el Bando de la Huerta de Murcia, la Fiesta de la Vendimia de Jumilla, los Caballos del Vino de Caravaca, el Carnaval de Águilas y los desfiles bíblico-pasionales de la Semana Santa de Lorca provienen de Canadá. ¿Cómo te quedas?

Ojo entonces a lo que debemos a Alberto, no sólo traer la primera gira de hockey sobre hielo a España, sino además ser el germen de cinco grandes pilares de la sociedad y cultura murciana.

Pero sigamos a lo nuestro: con el dinero de todos los implicados bajo el brazo, el proyecto fue tomando forma en meses de arduo trabajo, hasta que tras el verano de dos años después, todo estaba finalmente preparado. A punto para el viaje desde América dirección a Europa, las sedes estaban acordadas, los jugadores motivados, los políticos deseosos y los empresarios ilusionados. Y por encima de todo, Alberto, muerto de miedo a la par que emocionado.

El barco, pagado por adelantado junto al caché de los deportistas, cargado hasta los topes de jugadores canadienses, empresarios con futuro y mucha ilusión por hacer un negocio que sacara de la pobreza a Alberto, estaba atracado a la espera de zarpar en el muelle de Chelsea.

Todo preparado, hasta que el jueves 24 de octubre de 1929, el día de antes de la partida prevista, la bolsa de Nueva York se desploma, arrastrando por el camino no sólo la idea de Alberto, sino el dinero de los empresarios murcianos y las ilusiones de los canadienses.

El crac del 29 truncó vidas y economía, provocando la Gran Depresión que muchos años después todavía colebaba a ambos lados del océano y más de un hijo tuvo que mendigar trabajo para sus padres. Perdido el dinero, Alberto volvió a Murcia de polizón muchos años después, en un momento complejo en España, donde tras pasarlas de nuevo canutas, formó una familia que sigue creciendo a día de hoy.

En el Malecón, cerca de la actual autovía en lo que se conocía como Huerto de los Cipreses, todavía se conserva una placa conmemorativa justo en el lugar en el que se comenzó a construir la pista de hielo murciana. Nunca sabremos si se habría podido jugar alguna vez un partido de hockey sobre hielo en nuestra tierra. Por ganas e ilusión no sería, desde luego.

¿Y sabes qué? El día previsto para el partido en Murcia era el jueves 7 de Noviembre de 1929…. Aún guardo la hoja de aquel calendario.

Y de ahí surge el nombre de mi empresa. Sí, N7 surgió un honor a una persona muy querida por mi, ya que si sé todo esto es porque Alberto era… ¡MI ABUELO!

Y esta historia ha sido parte de mi vida, contada en persona a trocitos durante muchos años en las noches de verano…

Una historia, además, completamenta falsa, porque acabo de inventármela ahora mismo, pensando en algo fresco en esta tórrida tarde murciana.

FIN

Una ducha y dos móviles

Hay pocas cosas más injustas en la vida que escuchar el teléfono mientras te estás duchando. Y en invierno más. Ponedlo en silencio siempre si no queréis que os pase lo que a mí…

El agua cae suavemente sobre mis hombros y dedico unos segundos a relajarme, pensar un poco y entrar en calor tras haber salido a correr en esta gélida madrugada. De repente, me parece sentir algo en la distancia. ¡El móvil!

No te pongas nervioso, me digo a mí mismo deseando que la llamada esté acabando, la he escuchado de milagro mientras me enjabono la cabeza. Luego miraré quién es. La voz de mi interior intenta convencerme de que ni caso, de que deje caer las gotas y haga tapón en mis oídos. Relájate. Siente el calorcito. Es tu momento de desconexión.

Pero nada, que no, sigue sonando, sonando y, mientras pienso por qué tengo desactivado el contestador automático, salgo a toda prisa de la ducha toalla en ristre.

Quién llamará a estas horas, farfullo internamente, mojo el pasillo y antes de secarme las manos atropelladamente intento alcanzar el botón de descolgar cuando se escurre entre mis dedos con tan mala suerte que cae totalmente plano al suelo, partiéndose el cristal en mil pedazos.

– ¡Joder! – grito inconscientemente

Espero no despertar a mi hermano que está durmiendo en la habitación de al lado y se ha tirado 12 horas seguidas currando. Trabaja por turnos y le llevan loco al pobre. Al menos tiene un sueldo.

Vivimos juntos desde que nos independizamos de nuestros padres hace tan solo unos meses. A ver si le convenzo para hacer algo de deporte. Yo entreno a diario, él se está dejando cada día más. Mal asunto.

Por el rabillo del ojo, y justo mientras el teléfono volaba desde mis temblorosas manos hacia abajo, me pareció ver que la llamada era de alguien que no tenía grabado. Intento encender de nuevo el móvil pero no responde. Solo un ruido raro y pantalla en negro.

Qué rabia me dan estás cosas, ¿quién sería? Ahora tendré que buscar un móvil nuevo y a saber cuándo me enteraré, si es que me entero. Voy a estar varios días preocupado. ¿Y si era de alguna de las ofertas de trabajo a las que me he apuntado?

Medio en pelotas y blasfemando en voz baja me dirijo de vuelta al baño cuando resbalo con el jabón del pasillo y caigo de bruces, no sin antes partirme la ceja contra el lavabo.

El suelo es ahora una mezcla de sangre roja y pompas azuladas, intento abrir los ojos pero me mareo y creo que pierdo el conocimiento.

Vuelvo poco a poco a la conciencia. Estoy sentado en la sala de espera de un hospital, rodeado de gente que no conozco de nada. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cuánto tiempo ha pasado? Siento escalofríos.

Me hago mil preguntas mentales hasta que la megafonía me da un tortazo de realidad, pronunciando mi nombre e indicando que pase a triaje. Entro en el box algo desorientado y sorprendido de que alguien me siga.

– ¿Qué le pasa? – dice la doctora que me atiende – Está usted un poco pálido.

Qué me va a pasar si tengo la cabeza llena de sangre, pienso yo. Y encima ahora atienden en urgencias de dos en dos, parece ser.

Voy a comenzar a quejarme de la situación cuando de repente oigo:

– Seguro que le ha dado un golpe de calor – dice el hombre que ha entrado conmigo – le ha pasado ya otras veces. Normal en este día infernal de verano.

¿Qué? ¿Quién es este tío? Intento hablar pero no me salen las palabras de la boca.

– Debería acompañarle a su casa – dice la doctora – que beba bastante agua y se dé una ducha fresca, los cuarenta grados de la calle no son precisamente buenos ahora mismo.

– Mal asunto – continúa el hombre – tengo que volver al trabajo, creo que mi compañero tiene un hermano. A ver si encuentro su número…

Llama y pone el manos libres para que todos lo oigamos. Un pitido. Otro pitido. Tercer pitido. No lo coge nadie. Cuarto pitido. Suena un clic seguido de un golpetazo considerable y un “¡Joder!”

– Hola, me escucha alguien? – pregunta el hombre, con el silencio por respuesta

Me están dando ganas de vomitar, necesito ir al baño. Me levanto de la silla aturdido buscando la puerta de salida. En el espejo me miro de reojo y no hay rastro de sangre. La ceja está perfecta y estoy vestido con un mono de trabajo naranja. No entiendo nada.

Vuelvo a entrar al box decidido a preguntar qué está pasando aquí cuando escucho en voz baja…

– Es un chico un poco raro, doctora, no da problemas en el trabajo pero tampoco se relaciona mucho. Creo que su hermano es igual de especial. Seguro que no ha cogido el teléfono porque siempre está haciendo deporte. A ver si se le pega algo a este.

Totalmente desconcertado meto la mano al bolsillo y veo mi teléfono, intacto. Hay un mensaje de mi hermano:

– Tío, deja de hacer ruido en la ducha. Necesito descansar. Mañana salgo a correr contigo.

Ruido: Un relato corto de verano.

El ruido suele escucharse cada noche, penetrante, entre las tres y las cinco de la mañana. Comienza flojo, suave, arrítmico y evoluciona ansioso, grave, doloroso. No sería capaz de explicar, ni en siete vidas, el temblor que le produce, la angustia que le rodea entre las brumas nocturnas del ojo abierto / ojo cerrado cuando el dichoso sonido asoma entre sueños. Ella vive en una casa grande y baja, en un pueblo de catorce habitantes, perdido entre montañas. Se acuesta cada noche sufriendo. ¿Vendrá? Es incapaz de asomarse para investigar la procedencia. Pavor a encontrar el origen. Suena muy cerca, como bajo su ventana. Una naturaleza extraña, como de fuera de este mundo. Parece un murmullo de multitud de gente en medio de este páramo deshabitado. Tiene diez años, lo evita, se cobija bajo las sábanas y reza para que pase lo antes posible.

El ruido suele escucharse cada día, relajante, entre las tres y las cinco de la tarde. Comienza suave, flojo, arrítmico y evoluciona brioso, alegre, contento. No sería capaz de explicar, ni en siete vidas, la paz que le transmite, el gozo que le rodea cada sobremesa cuando desde la ventana del piso del rascacielos saca la cabeza intentando localizarlo. Se levanta cada día mirando el cielo negro de contaminación. Vive en la ciudad más grande de su continente, rodeada de asfalto y mar. Suena como si fuera el eco de animales lejanos. Un sonido de apariencia natural en medio de la jungla de coches, cláxones y gentío. Siente el miedo a perderlo. El temor a que no vuelva. ¿Se irá para siempre? Tiene diez años, lo busca, mira alrededor queriéndolo sólo para él y rezando para que dure lo máximo posible.

Han pasado cuarenta años.

El ruido sonaba puntual en este aeropuerto dos veces al día. En el despegue de dos vuelos a dos puntas del mundo. Un vuelo al día a la ciudad de ella. Un vuelo al día al país de él. Dejó de escucharse hace cinco décadas. El día que nacieron. Verano. El mismo día. Lo robaron sin saberlo. Hoy están llegando a la misma terminal. Ni se conocen.

Ella tiene cuarenta y nueve años. Lleva quince días sin escucharlo. Está disimulando los nervios de volver a casa y volver a encontrárselo. Tiene miedo, no quiere que el sonido reaparezca. Lo desea con todas sus fuerzas.

Él tiene cuarenta y nueve años. Lleva quince días sin escucharlo. Está deseando volver a casa y volver a encontrárselo. Está nervioso, quiere que el sonido vuelva. Lo desea con todas sus fuerzas.

De repente sus miradas se cruzan. En el preciso instante en que el ruido vuelve a sonar en este lugar y para siempre desaparecerá de sus lugares de origen. Suena fuerte y suave, alegre y molesto, doloroso y grave, arrítmico y brioso. Todo al mismo tiempo en sus cabezas. Súbitamente entienden su vida y su destino.

Estaba cantado: Se acercan, se siguen mirando, se intuyen, se separan y se olvidan para siempre. Despegan sus aviones. Vuelven a sus casas. Y el sonido se queda de nuevo aquí. En este aeropuerto. Eligiendo un nuevo destino. Esperando nacer de nuevo en otros dos lugares remotos del mundo.

 

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
www.nachotomas.com
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 16 de Agosto de 2017