Dejar el mundo atrás

Lo bueno de tener hijos mayores es que comienzas a disfrutar con ellos ciertos aspectos de la vida que hasta hace poco sólo compartías con amigos, en una especie de ensayo general de lo que será tu relación con la prole dentro de unos años. Todo evoluciona, con 15 y 14 años, los viajes, las conversaciones y el tiempo de ocio en común se van deslizando irremediablemente a verlos a ellos crecer y a ti menguar, con toda la magia que esto trae de la mano.

El otro día, tras la cena y como cada noche, nos sentamos los cuatro en el sofá, para elegir qué veíamos y claro, la cara de Julia Roberts con un cartel de “Novedad” en Netflix pegado en rojo hizo que los padres decidiéramos (creo que la única vez en los últimos siete meses) y le dimos al play.

La peli se llama “Leave the world behind”, hace ya mucho tiempo que vemos todo en versión original, incluso las creaciones japonesas a las que estoy dando especial importancia últimamente, gracias a la bendita maravilla que supone poner subtítulos perfectamente sincronizados (qué malos recuerdos de hace no mucho cuando tenías que hacer encaje de bolillos para no volverte loco, ¿recuerdas?) y junto a la “novia de América” actúan magistralmente Ethan Hawke y Kevin Bacon (los que conocía) y otro buen montón de actores que es la primera vez que veo pero no será la última, si siguen bordando así los papeles.

La trama es sencilla, recurrente y cautivadora (alerta que van spoilers: si quieres verla deja de leer y vuelve en unos días): el manido fin del mundo, pero esta vez creo que me llegó especialmente dentro por muchos motivos, como argumentaba por Twitter con alguien (sigo negándome a llamarlo X): haber reflejado una sociedad egoísta al extremo, inútil sin tecnología y expuesta más que nunca a una posible guerra mundial informática. La película tiene algunos momentos realmente buenos como la grandiosa escena del porche en la que tres padres luchan, cada uno de ellos con su propia arma, para defender a sus familias del colapso que está asomando las orejas al cruzar la calle y que se activará, según dice el protagonista en ese mismo plano, con tres fases consecutivas para la consecución del objetivo: aislamiento, caos sincronizado y golpe de estado a través de una guerra civil. Si las dos primeras se provocan bien, la tercera funcionará ella sola, como una consecuencia.
Se trata de un buen análisis de todo aquello que disfrutamos sin valorar, del coste de oportunidad de muchos de nuestros lujos o del desequilibrio mental y social en el que nos estamos instalando y aceptamos a cambio de la tranquilidad y ceguera que pagamos como precio.

Ojalá no sea un precio demasiado alto para nuestros hijos y nuestros nietos.

Oppenheimer contra Nolan

Se hace raro salir del cine de ver una película de Nolan sintiendo que no has visto una película de Nolan. Eso sí, el efecto dura poco, el poso va cayendo y conforme se decanta y tu cabeza encaja el puzle que el magistral director ha preparado para ti, su figura emerge entre las escenas, la fotografía y la banda sonora, endulzando ese inicial y raro sabor de boca.

Es Oppenheimer una película diferente, una “biopic” que dibuja la vida de un personaje desde un punto de vista cinematográfico complejo. Diferente para ser de Nolan, claro, otra muestra de que su estilo es heterogéneo extremo. Coge Interstellar, la trilogía de Batman, Dunkerque o Memento y dime qué hay en común en ellas. Hay que rascar mucho para encontrarlo. Por eso nos gusta tanto este tío. Por eso de nuevo nos sorprende con esta joya que tiene más de sentimientos que de efectos especiales, más de luchas internas que de bombas atómicas, dibujando en esta ocasión dos líneas paralelas que no se tocan nunca y que en la pantalla están trazando los políticos por un lado y los científicos por otro, con “Oppie” en medio haciendo de las suyas: una vida personal compleja y una cabeza atormentada desde la primera escena, como buen visionario (para mal) de lo que su talento le ha obligado a descubrir. Esa constante pelea interior entre el éxtasis por los resultados obtenidos tras años de investigación y las consecuencias imprevisibles y fuera del alcance de los que las han hecho posibles, sacrificando prácticamente todo en el camino.

Salgo del cine pensando en las profundas motivaciones de Nolan para haber elegido este tema y haber titulado precisamente con ese brutal nombre su nueva película. Daría mi reino por poder preguntarle cara a cara, por poder entender qué necesidad había para poner una barrera nominal de semejante empaque delante del suyo propio. ¿Elegancia, generosidad, altruismo, filantropía, desinterés? Me extraña y me encantaría divagar con Christopher sobre ello, pues ya en Tenet se nombra a Oppenheimer y nunca este director da puntada sin hilo, pareciendo claro que existe un mensaje final con sorpresa a elección del espectador del estilo Origen.

Tres horas de película que pasan volando, la ejecución magistral de la historia en sus tres espacios temporales, en sus tres situaciones a la vez paralelas que te mantienen pegado al sillón del cine como hipnotizado a modo de paradoja cuántica comprimiendo el tiempo. Algo de culpa tienen aquí los soberbios actores que cargan sobre sus hombros la épica de cada instante, de cada escena, de cada conversación con cada delicioso gesto.

Salgo del cine cogiendo aire y con el miedo constante a una incontrolable reacción en cadena.

Habrá que recoger las sábanas.

El precio de la genialidad

Parece claro que no hay una pauta para localizar a alguien a punto de fundírsele los plomos mentales, todos podemos ante o después ser víctimas de una pérdida irreparable de las capacidades intelectuales aunque espero, pues pienso en ello mucho, que no sea de un día para otro. Sin haber un patrón, sí creo que la genialidad extrema es poco amiga de la cordura, o quizá sea la obsesión por la perfección que conduce a la erudición un camino que te condena en su búsqueda.

El cine, como siempre, aderezando con maestría lo que fue o pudo ser, nos trae varios ejemplos de lo que intento explicar. Ayer (re)vimos Amadeus en familia y todo se desencadenó en mi cabeza, metiendo en la coctelera las vidas no sólo de Mozart o Beethoven (Amor Inmortal) sino de Nina y Andrew, los protagonistas de Cisne Negro y Whiplash, bailarina y batería, respectivamente. Los cuatro enormes genios y enormes trastornados, cada uno en lo suyo, salvando las distancias y permitiéndoseme las licencias que este espacio me da.

Entiendo que cuando cualquier sana prioridad se deforma al extremo que muestran estas cuatro obras maestras, la bola de nieve acaba siendo tan grande que se convierte en imparable, sacrificando familia y salud, arrasando por el camino amistades, riqueza y, paradójicamente muchas veces, la propia genialidad que, con suerte, volverá en forma de fama siglos después. El precio a la locura lo paga la chispa, el ingenio o, como decía Antonio Salieri en Amadeus, la capacidad de hablar con la voz de Dios.

Por cierto, los dos actores principales de Amadeus, Tom Hulce (Mozart) y F. Murray Abraham (Salieri) compitieron al Óscar al mejor actor en la misma película, algo que sólo ha pasado otra vez en los últimos treinta años, con Geena Davis y Susan Sarandon en “Thelma y Louis”, aunque las dos chicas se quedaron a dos velas frente a Jodie Foster con “El silencio de los corderos”.

Qué geniales también los que dirigen estas delicias, Milos Forman, Bernard Rose, Darren Aronofsky y Damien Chazelle, apuesto a que pagaron un alto coste personal y emocional en el intento, como el mío que me acabo de enterar de que uno de ellos fue el culpable del legendario videoclip “Smalltown Boy” de “Bronski Beat”.

Qué genialidad, al final todo está siempre conectado y sólo es cuestión de priorizar.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia

11 de noviembre de 2020