Propaganda global: el nuevo juego de poder

Suelo entrar a la web oficial de la televisión china para practicar. Acabo de empezar mi cuarto año de estudio de este idioma en la Escuela Oficial y, gracias a herramientas digitales como Google Translate o ChatGPT, convierto los discursos en textos adaptados a mi nivel, los famosos HSK2 o HSK3, estándares oficiales de referencia. Es un ejercicio casi de artesanía: simplifico la gramática, sustituyo palabras, y reduzco el texto hasta que pueda leerlo de un tirón. Esta semana, el turno fue para un discurso de Xi Jinping en la cumbre de los BRICS (para despistados, es la alianza de países emergentes y en desarrollo, formada por Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica, Arabia Saudita, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Etiopía e Irán.

Mientras lo desmenuzaba, no pude evitar pensar que estaba ante una clase magistral de comunicación política. La escena era solemne, el contenido denso, pero el mensaje de fondo era clarísimo: el mundo se está reordenando y ellos quieren liderar esa nueva etapa. Lo que a primera vista parece solo un tema de economía o geopolítica, es en realidad el arte de la comunicación pura. Si analizamos su intervención con la mirada de un director de agencia, descubrimos que sigue el briefing de una gran campaña de marca. Su relato está diseñado para una audiencia global que se siente desilusionada y busca una nueva dirección.

Para ello, apela a valores sólidos, palabras que suenan antiguas y, al mismo tiempo, necesarias: multilateralismo, justicia, cooperación. En un mundo líquido y acelerado, este tipo de discurso ofrece certezas. Recupera conceptos como honor, respeto y compromiso colectivo, valores que en Occidente tendemos a considerar pasados de moda pero que siguen movilizando sociedades enteras. Y esa es, precisamente, la propuesta de valor de los BRICS: presentarse como una alternativa estable frente a la fragilidad de un sistema occidental en crisis.

La narrativa de la gran causa coloca cada frase en un contexto histórico y moral. “Transformaciones no vistas en un siglo”, “construir un futuro compartido para la humanidad”… No es un discurso técnico, es una epopeya que engancha, porque todos queremos formar parte de algo más grande que nosotros mismos. La promesa es clara: la salvación del mundo pasará por la fuerza y la cooperación de su bloque. Y en este guion también hay un villano, un enemigo común sin nombre, pero que todos entienden: “algunos países” que practican hegemonismo y guerras comerciales. Es una vieja técnica publicitaria para crear un “otro” que amenaza el orden, convirtiendo cada decisión en una defensa emocional del grupo.

Las promesas suenan amables, casi comerciales: cooperación de beneficio mutuo, oportunidades compartidas de desarrollo. Este lenguaje sitúa al orador en el lado de los justos y deja al discrepante como egoísta o aislado. Y el remate es pura poesía política: “El viento fuerte prueba la resistencia de la hierba, el fuego revela el oro verdadero”. Las metáforas viajan solas, se cuelan en la memoria y terminan repitiéndose en conversaciones, en medios, en redes. Esa es la verdadera potencia de un relato bien construido.

Lo fascinante, y quizá lo más incómodo para nosotros en Europa, es que este estilo no es nuevo. Es propaganda en el sentido más clásico del término: construcción de un relato colectivo que da seguridad y dirección. Hemos abandonado este tipo de narrativa por miedo a que suene autoritaria o desfasada, y la hemos sustituido por mensajes fragmentados, tecnocráticos y a menudo fríos. En la batalla global de narrativas, parece que hemos dejado de contar grandes historias. ¿Estamos presenciando el resurgir de la propaganda o el principio del fin de la comunicación tal y como la conocemos?

No se trata de copiar a China ni a los BRICS, sino de recuperar la capacidad de inspirar, de explicar para qué estamos aquí, de contar quiénes somos y qué defendemos. La geopolítica es hoy la mayor campaña de marca del planeta, y quienes sepan contarla se quedarán con la audiencia. El mundo se está reordenando y no basta con mirar desde la barrera. Porque el viento soplará igual, con o sin nosotros.

Las verdades duelen más que las mentiras

El otro día vimos en familia “Memento”, la obra maestra de Christopher Nolan que ha cumplido 25 años, nada menos. Yo ya la había visto antes, pero mi hija, fan del director, la tenía pendiente y como es bastante más lista que yo, amén de que su cerebro funciona de manera diferente, vio cosas que yo no había visto hasta ahora. En resumen, y por no aburrir al lector, me quedo en cómo nuestros recuerdos no son siempre reales, sin intención quizá, pues los reconstruimos en función de lo que queremos recordar. Y esto, en mi opinión, es nuestra verdadera esencia.

Ha dado la vuelta al mundo la imagen de señor que, con la risita de su mujer al lado, roba de las manos la gorra que un tenista había entregado al niño que se sentaba a su lado. Un gesto visceral que le ha costado la reputación, pues las redes sociales han tardado menos que canta un gallo en reconocerlo como un famoso empresario polaco que ahora mismo está pagando, tanto él como su empresa, las consecuencias de tan estúpido acto. Basta un segundo para arruinar una carrera. Que se lo digan a los otros dos famosos protagonistas de este verano, el jefe y la empleada que son pillados infraganti en la cámara del concierto de Coldplay provocando un meme mundial.

Dos gestos, dos impulsos, dos ejemplos de cómo el escaparate en que vivimos no perdona. Pero la culpa, no nos equivoquemos, es de las personas, no de los medios. La integridad, al final, es eso: actuar en privado como lo harías en público. No por miedo a que te graben, sino porque la coherencia da paz. Vivimos en un mundo en el que cualquier gesto puede amplificarse en segundos, así que la única manera de no temer a la exposición es vivir de forma que no tengas que borrar nada después. Y en la vida real no hay opción de borrar un tuit.

Este verano, como siempre, he pasado todo el tiempo con mi familia. Soy un afortunado. La suerte de poder estar dos meses fuera del horno que es Murcia, como casi siempre he podido hacer desde que tengo mi propia empresa: Camino de Santiago, Conil de la Frontera, Yeste, Salamanca, Mojácar, los Alpes… Playa, campo, amigos, familia, puertos míticos del Tour de Francia, conciertos, trabajo, deporte.

Una mezcla intensa de conexión y desconexión. Privilegio y precio a la vez. Privilegio por poder dirigir mi agencia desde cualquier lugar con un portátil y buena cobertura. Precio porque no desconectas nunca del todo. Respondes whatsapp desde la playa, coordinas campañas entre viajes, mandas emails cerveza en mano y cierras propuestas en mitad de la montaña, pero vuelvo a septiembre con las pilas más cargadas que recuerdo, y eso es lo que cuenta.

Porque lo que viene es fuerte: N7 cumple 15 años, el sector publicitario está cambiando a lo bestia, vuelven los viajes internacionales, tengo mi primera novela en el punto de mira y retomo estas colaboraciones con La Verdad que tantas ganas tenía.

Si algo he aprendido este verano es que no puedes controlar todo lo que pasa ahí fuera, pero sí cómo decides responder. Y la importancia que tienen todos los gestos. Por pequeños que sean, porque las verdades duelen más que las mentiras.

Jugando a la ruleta nuclear

En publicidad hablamos mucho de disrupción, de impacto, de mensajes que sacuden. Pero hay asuntos que no necesitan más creatividad ni titulares con copy brillante: necesitan ser mirados de frente. Sin rodeos, sin storytelling emocional. El riesgo nuclear no necesita campaña. Solo memoria, reflexión… y una dosis seria de sentido común.

Jeffrey Goldberg, editor de The Atlantic, ha firmado uno de los artículos más lúcidos e incómodos de este año. Se titula “Humanity Is Playing Nuclear Roulette” y no es un texto catastrofista, sino una advertencia urgente: seguimos al borde del abismo nuclear y lo estamos gestionando con la misma torpeza emocional, institucional y política de siempre.

Nos olvidamos con facilidad de lo insoportable. Por eso el miedo nuclear ha ido desvaneciéndose en nuestras conversaciones públicas. Como si bastara con mirar a otro lado para conjurar la amenaza. Pero la amenaza sigue ahí. Más real, más volátil y más fragmentada que nunca. Volvemos a tener miedo, sí, pero del clima, de la IA, del precio de la gasolina. El miedo atómico parece cosa de los ochenta, de películas con sirenas y hombres sudorosos en salas sin ventanas. Pero el botón sigue ahí. Y los dedos que lo acarician, también.

Goldberg arranca con una historia que hiela la sangre: en octubre de 1962, durante la crisis de los misiles, Fidel Castro pidió a la URSS que lanzara un ataque nuclear contra Estados Unidos si Cuba era invadida. Una propuesta de destrucción mutua, lanzada desde la fe revolucionaria. Por suerte, Nikita Jrushchov respondió con frialdad y se negó. Años más tarde, ya anciano, el propio Castro reconocería que no valía la pena.

La pregunta es inevitable: ¿hemos aprendido algo desde entonces? Difícilmente. La lógica nuclear actual es más peligrosa. La Guerra Fría tenía al menos dos polos definidos, una lógica de contención. Hoy el tablero es multipolar, inestable, emocional y lleno de actores imprevisibles con acceso al botón rojo: Rusia, China, Irán, Corea del Norte, India, Pakistán, Israel… Y países como Japón o Corea del Sur que se plantean sumarse al juego.

Como profesional de la comunicación, me obsesiona el concepto de “tiempo de decisión”. Un clic, una reacción, una palabra mal colocada puede alterar la percepción de una marca. Pero aquí no hablamos de reputación ni de métricas: hablamos de vidas. Y pensar que alguien debe decidir el destino del planeta en seis minutos —lo que tarda en cargarse un vídeo mal editado— no es épico, es demencial.

El artículo recuerda un detalle tan absurdo como real: el presidente de EE. UU. puede tener que decidir un lanzamiento nuclear en apenas seis minutos. No importa si la alerta es falsa. No importa si la información es confusa. El reloj corre. Lo dijo Obama: “Es una locura esperar que alguien tome la decisión más importante de la historia en ese tiempo”. Y no siempre ese alguien es una persona serena. A veces es alguien como Trump: reactivo, egocéntrico, sin apetito por los matices. Exactamente lo contrario de lo que uno espera en una crisis nuclear.

Goldberg subraya que no hemos sobrevivido por prudencia, sino por suerte. Los peligros actuales están mucho más fragmentados, menos controlables y, sobre todo, más expuestos a errores humanos. Nos han salvado personas concretas. Eso es lo que nos ha protegido: intuiciones, reflejos humanos. No sistemas. No tratados. Y parece poco.

El sociobiólogo Edward Osborne Wilson describió el problema central de la humanidad de esta manera: «Tenemos emociones paleolíticas, instituciones medievales y tecnología divina»

Quizá haya llegado el momento de dejar de vendernos la idea de que “todo está controlado”. No lo está. Y no habrá plan de crisis ni relato heroico que lo arregle si alguien pulsa el botón. Si en la vida y en la publicidad lo importante es saber cuándo parar, en este juego global lo único sensato es dejar de jugar.

Como escribió el criptógrafo Martin Hellman, y Goldberg recuerda:

“La única manera de sobrevivir a la ruleta rusa… es dejar de jugar.”

La publicidad y nuestros hijos

Mis hijos no quieren ver anuncios. No es una opinión ni una pose, es la forma de estar en el mundo de “nativos digitales” que han crecido esquivando banners, saltando vídeos promocionales, desinstalando aplicaciones que piden permiso para todo, menos para invadirte. Ellos no rechazan la publicidad en sí, quizá porque al contrario que la anterior generación donde estaba casi siempre perfectamente separada del resto de contenido, ahora es un mix continuo y sin fronteras. Más listos que nosotros, rechazan lo que huele a impostura. Detectan enseguida cuándo les están vendiendo algo disfrazado de consejo, de historia o de casualidad. Y no lo perdonan. Nos parecerá raro a algunos pero ellos, más diestros que nosotros, comulgan con personas que nosotros no entendemos, exponentes máximos de una brecha generacional que lleva siglos haciendo de las suyas.

Mis hijos han aprendido a moverse en un mercado sin descanso, una vitrina infinita donde todo, incluso uno mismo, parece estar en venta. Su reacción no es rebeldía. Es instinto de supervivencia. No quieren ser parte de un juego donde cada “me gusta” lleva detrás un algoritmo y cada recomendación es un anzuelo. Más privados que nosotros, pero más activos, qué paradoja

En este paisaje saturado, el contenido real importa más que nunca. No porque despierte nostalgia ni porque «antes fuera mejor», sino porque lo auténtico se ha vuelto raro, casi exótico. Lo que permanece sin disfraz brilla, no por exceso de luz, sino porque todo lo demás está en la oscuridad.

Un medio de comunicación como este no puede (ni debe) competir en inmediatez, en clics ni en ruido, y sin embargo, ahí reside su fuerza. No grita, no interrumpe, no engaña. No pretende ser otra cosa que lo que es: palabras ordenadas para contar, para explicar, para acompañar. Uno abre el periódico y decide si lo lee o no, sin trampas, sin necesidad de esconder intenciones, sin estrategias pensadas para retenerte un segundo más en la pantalla.

A menudo en el mundo de la comunicación seguimos pensando que el reto está en esconder mejor el mensaje, en envolverlo, en camuflarlo para que pase desapercibido. Pero cada vez resulta más evidente que las generaciones que vienen ya no se impresionan con fuegos artificiales ni con palabras grandes en envases vacíos. Buscan lo real. Y si huele a trampa, se apartan sin hacer ruido, para no volver nunca. En nuestra agencia lo vemos cada día. Cuando alguien quiere conectar con los jóvenes, la primera pregunta que deberíamos hacernos no es qué tipo de campaña hará más ruido, sino qué verdad hay detrás. No basta con parecer comprometido, creativo o sostenible. Hay que serlo. Ellos no compran eslóganes. Buscan la costura, no el bordado.

Quizá el futuro de la publicidad no pase por inventar formatos más espectaculares, ni por afinar aún más la maquinaria de persuasión. Quizá pase simplemente por volver a decir las cosas como son. Sin aditivos. Sin maquillajes. Con la confianza de quien no tiene nada que ocultar, y por tanto, tampoco nada que temer. No sé qué pasará con los medios de comunicación tradicionales dentro de unos años, ni cuántos adolescentes seguirán buscando verdades fuera de la pantalla. Pero sí sé que la necesidad de confiar en lo que lees, en lo que ves y en quien te habla, no va a desaparecer.

Mis hijos esquivan anuncios. No esquivan la verdad. La siguen necesitando. Y aunque a veces haya que filtrar mucho ruido para encontrarla, cuando por fin la descubren, no se les olvida.

Filípides en Tokio

Reconozco que cruzar medio mundo para correr 42 kilómetros es cincuenta por ciento épico y cincuenta por ciento ilógico, pero la vida transcurre a veces por estos locos caminos que, por un lado me encantan, y por otro tengo la suerte de poder disfrutarlos acompañado además de otros 30 murcianos: deporte, turismo y negocios se dan la mano habitual y afortunadamente en mi día y a día.

Tokio no es solo una ciudad, es otro planeta: orden milimétrico, respeto extremo por las normas y un maratón que es el reflejo de esa mentalidad. Correr en Japón no es como correr en Nueva York, donde te gritan el nombre y casi te empujan a la meta, ni como en Berlín, donde corres con la sensación de que todo está hecho para batir tu mejor marca. En Tokio, el éxito es llegar y hacerlo con honor, un maratón con código samurái. Y para samurái este que escribe, que sufrió como nunca para terminar por debajo de cuatro horas sin hacerse el harakiri: Jet lag, día caluroso hasta para un español del sur como yo (al día siguiente nevó, cosas del clima pacífico, debe ser) o una alimentación diferente (tomé sushi hasta para desayunar antes de ponerme las zapatillas), junto a una preparación deportiva solo suficiente demostraron ser una mezcla tan explosiva como el wasabi.

Aterrizamos tras 15 horas de vuelo y 8 husos horarios de diferencia, un viaje convertido en reto al no entender en las primeras horas cuándo dormir y qué comer sin arriesgarme a experimentar demasiado, una ciudad donde las pantallas gritan a todas horas y cada esquina parece un anuncio de otra galaxia, resulta paradójico lo bien que funciona todo, que sientas el caos pero no lo veas. En la salida del maratón, tres cuartos de lo mismo: silencio, orden, nada de postureo. El que está aquí ha venido a correr, con permiso de los que, discretamente, van disfrazados de todos los animes que te puedas imaginar.

En mi cabeza durante la carrera se me cruza continuamente Filípides, aquel mensajero griego que corrió de Maratón a Atenas para anunciar la victoria y cayó muerto. Un drama épico, perfecto para la cultura occidental, donde el sufrimiento se adorna y la historia se convierte en mito (para muestra el botón de este mismo texto), pero en Japón no, aquí se siente la resistencia de otra manera: se aguanta sin gestos, sin aspavientos, se soporta con estoicidad sintoista.

En el kilómetro 30, cuando mis piernas empezaron a mandar mensajes de auxilio y sentí que iba directo contra el muro nipón, un voluntario me ofrece un vaso de agua con una inclinación de cabeza, como si fuera un invitado y no un tipo sudoroso al borde del colapso, esta carrera está diseñada para seguir adelante (aunque vayas dejando cadáveres en las cunetas, nunca vi tantos retirados y deshidratados), sin distracciones y con las mínimas pérdidas de tiempo. Un ritual en el que, eso sí, te sientes continuamente como Bill Murray en “Lost in Traslation”: acojonante cómo la inmensa mayoría de los locales no saben absolutamente nada de inglés. Menos mal que me defiendo mínimamente en su idioma.

Como publicista, Tokio es un diseño perfecto: cada pieza encaja, cada mensaje está pensado. Como corredor, es una lección de humildad. No eres el protagonista de nada, solo otro punto más en el engranaje. Filípides murió con un grito de victoria. Un samurái habría cruzado la meta con la cabeza alta y se habría perdido entre la multitud, en silencio. Aquí ganar es seguir adelante. Nada más y nada menos.

Tras la gesta deportiva, una semana de turismo por el país del sol naciente: la majestuosidad de Tokio, donde al final de un calle en el barrio de Shinyuku que no sale en Google Maps y en la que cabes de milagro te tomas un pescado crudo viendo al fondo, bajo la lluvia, un rascacielos en el que se proyecta Godzilla, los mil templos de Kioto, los mil ciervos de Nara, los onsen (baños termales) en Hakone al aire libre cayéndote copos de nieve en la cabeza, el mítico tren bala Shinkansen, el bullicio de Shibuya o los millones de otakus de Harayuku, un Kit Kat de té matcha y una cerveza Asahi en el avión de vuelta mientras el universo te regala una descomunal aurora boreal sobrevolando el Polo Norte dirección a Groenlandia.

¡Sayonara!


Mejores Libros de Marketing Digital para 2025

El marketing digital evoluciona constantemente, y mantenerse actualizado es esencial para nuestra profesión. Con el comienzo del nuevo año, es el momento perfecto para actualizar tus conocimientos y comenzar 2025 con las mejores herramientas en marketing digital.

A continuación, te comparto una selección de los libros más destacados en marketing digital para este año, que te ayudarán a dominar las últimas tendencias, perfeccionar tus estrategias y llevar tu negocio o carrera al siguiente nivel.

1. «Impulsa tu Marca: La Guía Definitiva para Vender Más y Hacer Crecer tu Negocio»

Escrito por Nacho Tomás, fundador de la agencia N7 y reconocido experto en publicidad y comunicación, «Impulsa tu Marca» es mucho más que un libro sobre marketing; es un recurso esencial para aquellos que buscan destacar en un mercado competitivo.

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Además, destaca por su enfoque en la mejora continua, algo esencial para mantenerse competitivo en 2025.

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El padre del marketing moderno, Philip Kotler, regresa con una obra visionaria que explora la integración de tecnologías avanzadas como la inteligencia artificial, big data y automatización en el marketing.

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El algoritmo del poder

¿Siglo XXI? Por un momento pienso que hemos viajado hacia adelante en el tiempo y hacia atrás en la comprensión. Vivimos en una época donde la información ya no se transmite: se propaga, se manipula, se monetiza y se olvida en cuestión de horas. Nunca antes habíamos tenido acceso a tanta cantidad de datos en tiempo real y, paradójicamente al mismo tiempo, nunca antes habíamos estado tan desorientados. Los algoritmos de las redes sociales no solo deciden qué vemos, sino que modelan nuestra percepción de la realidad, construyendo cómodas burbujas ideológicas, narrativas artificialmente virales y falsas certezas en las que, de perfil, nos recogemos y tapamos con una mantita.

El constante fango en que vivimos políticamente en España, el estado de salud del Papa, las elecciones en Alemania, el conflicto de Ucrania y Rusia, la cara y la cruz de la IA y las criptomonedas o el secuestro y liberación de rehenes en Oriente Medio se han convertido en un espectáculo mediático cuidadosamente diseñado para maximizar el impacto emocional que nos aporta. Las guerras, hoy, se libran tanto en los campos de batalla como las redes sociales, donde cada bando construye y difunde su propia versión de la verdad, generando en el otro un fugaz estallido de indignación antes de que el siguiente escándalo ocupe su lugar en la agenda digital que, religiosamente nos comemos.

Mientras tanto, la economía global se mueve al ritmo de los caprichos de Elon Musk, los discursos incendiarios de Milei o las arbitrarias decisiones de Trump comunicadas en tiempo real en su propia red social. Al lado, el mundo entero se pone en marcha, arrancando como un caballo o parándose como un burro: la ascendente India se perfila como una superpotencia tecnológica, China se enfrenta a desafíos internos que ponen a prueba su modelo de control absoluto y Europa, qué novedad, viéndolas pasar, ¿saldremos a jugar al campo alguna vez? ¿Queremos hacerlo? ¿Nos acordamos de cómo se hacía? Preguntas que, personalmente, me quitan un poco el sueño, debo reconocerlo.

La información ha dejado de ser un servicio público para convertirse en un arma. El poder ya no lo ostentan solo los gobiernos o las corporaciones, sino también aquellos que dominan la atención colectiva: influencers, plataformas digitales y líderes carismáticos que entienden cómo pulular en esta nueva jungla de estímulos inmediatos. No importa tener razón, sino gritar más fuerte. La credibilidad no se construye con hechos, sino con engagement y la verdad ha pasado a ser una cuestión de viralidad, un producto más en el mercado. Me lo creo cuando tiene likes.

¿Qué consecuencias tiene todo esto? Primero, la erosión de la confianza en las instituciones: Si cada versión de la realidad es válida según el nicho informativo en el que uno se mueva, ¿a quién podemos creer? Segundo, la precarización de la información: La inmediatez prima sobre la veracidad y las narrativas emocionales han desplazado el análisis crítico. Tercero, la radicalización de la sociedad: Cuando los algoritmos solo nos muestran lo que refuerza nuestras creencias, el diálogo desaparece y el conflicto se intensifica. Un mundo donde nadie cree en nada, cada uno con su burbuja, cada uno con su verdad prefabricada, cada uno con su dosis de indignación personalizada. La inmediatez ha destrozado la reflexión, y el sistema nos da exactamente lo que queremos, aunque eso sea basura. Nos quejamos de la manipulación, pero compartimos titulares sin leerlos. Lloramos por la polarización, pero bloqueamos a quien piensa diferente. Nos preocupa el poder de las redes, pero vivimos en ellas. Cada clic, cada retuit, cada me gusta es un ladrillo más en esta distopía digital que nosotros mismos hemos construido. Nosotros lo hemos permitido. seguimos consumiendo información rápida y superficial. Exigimos transparencia, pero preferimos las historias que confirman lo que ya creemos. En este siglo de redes y algoritmos, la responsabilidad no es solo de quienes manejan el poder, sino de todos los que, con cada clic, cada retuit y cada me gusta, contribuimos a moldear la realidad en la que vivimos.

Hasta aquí la negatividad, pues claramente hay una salida: Estamos a tiempo de ser más inteligentes gracias a las fantásticas herramientas de las que disponemos, en lugar de ser más tontos por dejar que éstas piensen por nosotros.