Los primeros días de otoño

Siempre había pensado que la playa es especialmente bonita y disfrutable en septiembre… Hasta que el otro día nos pasó algo increíble a la orilla del mar. Atentos que tela.

Los primeros días de otoño son diferentes en la costa. Poca gente, conté solo nueve personas incluyendo a nosotros cuatro. Algunas caras ya conocidas, como una pequeña comunidad. El sol brilla a punto de meterse por el horizonte.

El agua está tranquila y muy calmada a esta hora, junto a una leve bruma que con el anochecer dibuja de gris el puerto en la distancia. Era ya tarde, queríamos alargar uno de los últimos fines de semana antes de la vuelta al cole.

Mis hijos juguetean en la orilla con una pala que a veces usan de flecha o de espada y un montón de cubos para hacer castillos, torres y fortalezas. Les encanta imaginar que son mineros.

Nosotros relajados totalmente, tan acostumbrados al habitual barullo de verano este momento es casi mágico. Abismal diferencia. Una tranquilidad que se rompe cuando escuchamos gritar enloquecidos a los críos:
¡MAMÁ, PAPÁ, AQUÍ HAY ALGO!

Han visto algo en el hoyo que han hecho, nos acercamos resoplando y dando por hecho que será una tontería de niños cuando vemos que en realidad no hay algo.
¡LO QUE HAY ES ALGUIEN!

Entre la arena, que sin darnos cuenta ha sido excavada casi un metro por mis pequeños, ha aparecido un pie. Joder, un pie humano. Y parece que también está el resto del cuerpo.

Les aparto de la escena como puedo y nos alejamos con el corazón en la boca. ¿Hemos visto un cadáver? Mi mujer dice que parece un hombre de pequeña estatura, a mí no me ha dado tiempo a fijarme.

La caseta de los socorristas está desierta, ya no queda nadie en la playa, nos hemos quedado solos en un momento y ni nos habíamos percatado. Saco el móvil y llamo al 112. Al rato aparece una patrulla de la Guardia Civil que nos hace mil preguntas.

Yo no puedo dejar de fijarme en el escudo de su uniforme, que tiene dibujados una espada y un hacha, pensando en que si tuviera algo así iría directo a desenterrarlo. ¿Y si está vivo todavía?

Les contamos todo y ya se encargan ellos del asunto, dicen. Al rato llega una dotación de bomberos y una ambulancia. Luego muchos curiosos a distancia. Y nosotros al lado sin poder movernos del lugar viendo el gran dispositivo que han montado.

Estamos en shock.

Ya es noche cerrada. Van desenterrando el cuerpo poco a poco. Efectivamente es un hombre muy bajito, parece joven aunque lleno de arena es totalmente irreconocible. Qué pena, joder. Dicen que en esta comarca nunca había pasado algo así.

Mientras lo trasladan de pronto algo brilla un instante en la oscuridad, un fugaz reflejo en uno de los dedos que cuelgan sin vida del brazo de la víctima.

¿¡Es un anillo!?

Nos acercamos todo lo que permite el cordón policial y por un momento nos miramos sorprendidos mi mujer y yo.

¡No puede ser!

Un amigo nuestro es artesano y fabrica anillos como ese por encargo, suelen tener unos colores e inscripciones muy característicos, como si fueran runas. Además de ser totalmente únicos, lo curioso del asunto es que los fabrica tallados con una frase especial y muy personal.

Y únicamente los vende, y no baratos precisamente, a aquellos interesados que tras un par de horas de conversación relajada en la trastienda, mientras suena Enya o algo parecido, consiguen convencerle de los dignos motivos de la compra.

Siempre, además condición imprescindible, que también la frase a tallar le parezca acreedora de su trabajo artesano.

Nuestro amigo es un tío raro y habitualmente son aún más raros sus clientes. Le llamo en el momento para contárselo y nos dice que recuerda perfectamente al comprador que le estamos describiendo.

Nuestro amigo piensa que la frase del anillo será clave para entender el móvil del asesinato y quizá el asesino. Nosotros también. Estamos convencidos.

Intentamos persuadir a los cuerpos de seguridad de lo que intuimos pero no nos hacen ni caso. Dicen que aquí nadie ha matado a nadie, las propias olas han ido ocultando el cuerpo, posiblemente muerto por causas naturales hace ya unos días.

Llega una unidad de policía a caballo (enorme y blanco por cierto) y poco a poco se va despejando el ejército de mirones que se fueron acumulando, al tiempo que aparecen los familiares. Todos igual de bajitos que el difunto. Y con cara de buenas personas.

A ellos sí conseguimos contarles la historia y nos dicen que se trata de un primo lejano un poco trastornado, que suele salir sin rumbo a dar vueltas por las cuevas de la zona rocosa litoral.

Sabían que antes o después esto pasaría, por lo que le habían obligado incluso a hacer testamento en una de las temporadas que, muy desmejorado, pasó hace poco con ellos.

De hecho, nos cuentan que tienen todo preparado para el entierro, que será incinerado en el Crematorio Destino y que su única última voluntad era estar para siempre junto a “Su Tesoro”.

Antes de despedirnos del lugar nos gritan a distancia que la inscripción rezaba: “Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.”

Ya verás cuando se lo contemos a nuestro amigo.
Se llama Sauron, no sé si ya os lo había dicho.
Es un tío raro de cojones.

(FIN)

Acantilados

Lo que más le gusta es quedarse solo. Coger su coche y marcharse sin rumbo, con la música a todo volumen, la ventanilla a medio bajar y notar cómo el aire le hace sentirse tan libre como atrapado. Porque en el fondo sabe perfectamente que, aunque pudiera, no quiere huir. Sólo ansía libertad. Por un momento, por un instante. Salir de la cárcel en la que siente que se ha convertido su vida. Un trabajo de mierda, rutina infinita, estrés económico, situación familiar cogida con pinzas y pensamientos negativos hacia todo lo que le rodea.

Los trayectos que puede permitirse el lujo de realizar siempre acaban en el mismo punto: un camino sin salida al borde del acantilado en las afueras del pueblo junto a las antiguas ruinas de un castillo, del que sólo se puede salir dando marcha atrás y con extremo cuidado. El único lugar del mundo donde siente eso, la libertad. Curiosamente un lugar sin salida y rodeado de agua, silencio atronador, rocas e ideas positivas. El sonido de la nada con el que acaban doliendo los oídos. Y algo más.

Sólo en este sitio en la Tierra es capaz de encontrar algo de Sol entre tantas nubes negras, sólo un exclusivo punto geográfico equilibra su cuesta abajo, su incapacidad. Si pudiera quedarse aquí para siempre, piensa sonriendo. Vivir tan cerca de la inmensidad del mar y sentirse a la vez tan pequeño. Pensamiento recurrente al llegar y al volver una y otra vez. Nunca se siente mal en este único sitio que tanta felicidad le transmite, subiendo desde el suelo, como una energía que se le mete por dentro. Día tras día, al salir de la oficina, excusándose en algún argumento peregrino y dirigiéndose por inercia al mismo punto. Al mismo exacto lugar en el que durante años acaba su jornada cada tarde. Al borde las rocas, con el motor parado, escuchando el mar y sintiéndose libre.

Por un minuto. Allí, y sólo allí. Allí, piensa con un nudo en la garganta y los ojos arrasados. ¿Cómo he llegado hasta esto? ¿Dónde está la llave que puede sacarme de esta jaula? Por un minuto. Él aquí, solo aquí. Aquí, sueña con ese un universo paralelo repleto de los planes que nunca pudo llevar a cabo.

Y luego la terrible vuelta a casa. El retorno imposible. La procesión dolorosa. El hastío. La nada. Con los problemas y las sombras, la música se apaga y los barrotes aparecen de nuevo en el horizonte cada vez que abre la puerta. Año tras año. Cana tras cana. La vida como condena. El viaje como destino. La ruidosa soledad de una ciudad que le pasa por encima. Una existencia que no es suya.

Hoy, con el cambio de hora, ha anochecido antes de tiempo y le ha pillado de sorpresa mientras conduce el habitual y recurrente trayecto camino de su refugio. Fuera hace frío. Llega a su lugar de liberación sintiéndose especialmente místico mientras cae la tarde. Dentro hace calor. Debe encender las luces del coche. Por un momento algo brilla entre las piedras derruidas del castillo. Parece algo metálico. Para el motor y echa el freno de mano. Sale del coche. Se dirige hacia el reflejo. Las olas rugen chocando contras las rocas muchos metros abajo. Es una placa que nunca antes había visto. Una inscripción que puede leerse a duras penas, corroída por el salitre del mar. Entorna los ojos y comienza a silabear.

“Aquí se alzó un día la Prisión de Eve, hoy felizmente derruida. El presidio más negro jamás creado. Tumba para miles de reclusos que perdieron la vida entre sus celdas. En sentido homenaje. Julio de 1777.”

Un escalofrío recorre su espalda. Entra al coche totalmente desubicado, presa del miedo, loco, mete primera y avanza hacia el mar. Por fin ahora será libre, mientras las aguas negras van devorándole.

Noches en llamas

Ahora que ha pasado un tiempo prudencial, la policía está informada y tenemos constancia de la veracidad de lo sucedido, por fin me atrevo a contaros la terrible historia que sufrí una interminable noche de aislamiento.

Es cerca de la 1 de la madrugada. Mediados de marzo, tras la cena y la serie, como cada día, bajé a sacar al perro. Suelo tardar unos quince minutos, la vuelta a la manzana. Casi nunca llevo el móvil. ¡Qué gran error! Paseaba pensando en mis cosas cerca del río, ni un alma en la calle, ni un coche, ni un sonido. A lo lejos, muy levemente, entre edificios y la oscuridad de esta fría noche de finales de invierno, veo la silueta en penumbra de la Catedral con la que normalmente me quedo minutos embobado.

Algo distrae mi vista súbitamente, las dos moles entre las que asoma la figura gótica más famosa de mi ciudad son un nuevo hotel, cerrado a cal y canto en esta cuarentena, y un antiguo Palacio, deshabitado hace años y prácticamente en estado de ruina. Todas las ventanas de ambos edificios están apagadas, por eso el destello en una de ellas llama tanto mi atención en plena noche. Un barrido visual rápido me lleva a localizar el fogonazo, el típico chispazo provocado por un fallo eléctrico.

Mi perro comienza a gruñir.

Intento fijar la vista entornando un poco los ojos y no doy crédito a lo que veo, parece una silueta humana, aunque es difícil confirmarlo dada la continua intermitencia y variable intensidad de la luz. No es posible. La planta en la que está no tiene debajo más que escombros. No ha podido subir de ninguna forma. La fachada cayó en su momento, dejando a la vista una estancia en la planta superior con un espejo, el marco de una puerta que no lleva a ninguna parte y poco más.

Conforme voy acercándome mi perro comienza a ladrar, provocando más ladridos de otros perros del vecindario. El chispazo ha cesado súbitamente, pero antes me ha vuelto a parecer ver una cara humana acercándose rítmicamente a la fuente de luz.

Me paro. Hace mucho frío pero estoy sudando. Se oye un coche a lo lejos. Sigue sin haber un alma en las calles. Decido irme a casa y pasar de líos cuando de repente comienza a escucharse el llanto de un recién nacido y la luz empieza de nuevo a centellear.

Cruzo el puente del río y ahora sí que lo veo de cerca, es una persona balanceándose hacia delante y hacia atrás en un ritmo acompasado y tranquilo. Cada fogonazo me permite verle en una posición distinta. Parece un enfermo. ¿Pero cómo demonios ha subido hasta ahí?

Me cuesta calcular el tiempo que ha pasado, la luz a ráfagas me ha dejado hipnotizado por momentos. La silueta parece querer decirme algo. Y por un momento creo que me ha mirado de reojo. No sé qué hacer. Dudo. Me echo la mano al bolsillo buscando el teléfono, pero lo dejé en casa. Me sale de dentro, casi sin quererlo, un grito seco y fuerte: “¡Eeeh! ¿Hay alguien ahí?”

Una persiana cercana sube repentinamente, seguida de una señora mayor que, asomada desde su habitación, me pregunta si pasa algo. Le pido disculpas, está ya bien metida la madrugada, y de paso aprovecho para indagar un poco:

– ¿Vive alguien en el Palacio? –

– Muchacho – me responde – ¿Qué tonterías dices? ¡Deja de gritar o llamaré a la policía! –

Mi mujer, muy asustada de que no haya vuelto, ya lo ha hecho y una patrulla se dirige hacia mi barrio. Mientras tanto yo estoy al otro lado del río, abriendo como buenamente puedo un hueco en la valla oxidada del recinto que rodea la edificación e intentando introducirme mientras mi perro se eriza y ladra como loco. Huele mi miedo. Pero yo huelo otra cosa. Un intenso olor a quemado se apodera poco a poco del ambiente y comienzo a escuchar el ruido que hacen las maderas al resquebrajarse. El fallo eléctrico ha provocado un incendio. El llanto del bebé suena tan fuerte que me duelen los oídos.

Ato el perro a una farola de la calle y entro corriendo, dando una patada a la puerta que se rompe en mil pedazos, carcomida y antigua. No hay escalera, todo son ruinas, miro hacia arriba y veo de nuevo la luz, lejana, destelleando intermitente mientras se acerca. El ruido es ensordecedor, todo cruje a mi alrededor, la luz se hace más intensa, oigo llorar al crío de forma atronadora, me duele la cabeza a horrores, veo cómo se me acerca un rostro descompuesto, comienzo a quemarme y… ¡Zas! Todo se vuelve negro.

Desperté al día siguiente en el hospital, la policía encontró mi perro atado a la puerta de una Iglesia, llamada del Milagro, recién restaurada y en perfecto estado. No tengo lesiones. No ha habido incendio, no hay ruinas y no hay aislamiento. La calle está a rebosar.

Me cuentan que la flamante y reformada iglesia, a la vista desde la habitación del hospital en que me encuentro, fue construida a finales del siglo dieciocho y se erige imponente sobre las antiguas ruinas de un palacio, llamado del Recuerdo. Ya olvidado, qué paradoja. La historia dice que la dueña mató a su hijo recién nacido a principios del diecisiete. Prendió fuego al palacio con una yesca en su habitación, con ella y su hijo dentro. Dicen que le costó horas encender la mecha. Después todo se derrumbó. Estaban solos.

La casualidad es que la protagonista de esta historia tenía el mismo nombre que mi madre, su hijo se llamaba igual que yo y mientras escribo me están saliendo quemaduras en los dedos.

Relato escrito durante la cuarentena
Mayo 2020

Arriba esas persianas

Suelo salir pronto a sacar al perro, bajo a una calle en la que hasta hace nada se oían coches, gritos, cláxones y despertadores. Ruidos urbanos que en estas extrañas mañanas de cuarentena han sido sustituidos por uno diferente al que no habíamos prestado atención hasta ahora: el de las persianas subiéndose. Todo está tan en silencio que esta melodía llega continuamente, a arreones pero pausada, unas veces cerca, otra lejana, siempre vigorosa en un estéreo envolvente modo vecindario. Reconforta escuchar cómo seguimos queriendo meter con fuerza la luz a diario en nuestras casas. Nos vamos despertando, poniéndonos de pie en nuestras habitaciones, quitándonos de encima la sábana, levantándonos y cogiendo con ansia el tirador de la persiana, generando esa fantástica sinfonía mientras sacudimos el brazo hacia abajo. Nos ponemos en marcha cada jornada quedándonos paradójicamente en nuestra casa y con una mezcla de rabia, resignación y responsabilidad afrontamos los días, las vidas, las necesidades y las ausencias.

Las persianas subiéndose son la música matinal del aislamiento, sonando armoniosamente en una perfecta distribución como si de una orquesta se tratase alrededor de nuestro barrio. Es un momento clave y no lo sabíamos hasta ahora en el que al tiempo que danzamos con el mobiliario nos activamos a un ritmo diferente y al que no acabamos de acostumbrar el cuerpo.

Son días extraños en los que hemos sufrido entierros sin duelo, sin ver la cara por última vez a nuestros seres queridos que se van para siempre, hemos celebrado los cumpleaños de nuestros hijos estando confinados, hemos conocido a nuestros vecinos, hemos dejado de tocarnos y hacemos quedadas virtuales que antes veríamos con algo de vergüenza ajena, hemos hecho cola en la puerta del supermercado y hemos visto comportamientos (cerca y lejos) que nunca hubiéramos imaginado. Para bien y para mal.

La vida nos ha cambiado tanto que en un mismo día sentimos que aprovechamos y que perdemos el tiempo más que nunca, pensamos que ya nos hemos acostumbrado y que esto nos supera en intervalos tan cortos que duele mentalmente, sentimos que podríamos seguir en casa durante el tiempo necesario y que o salimos ya a la calle a retomar nuestras vidas o nos explota la cabeza. Son días en los que queremos pedir explicaciones, obtener soluciones y criticar echando espumarajos por la boca. Pero son días en los que demostramos más entereza que nunca, más capacidad de sacrificio que nunca, más compromiso social que nunca. Volveremos a juntarnos, volveremos a nuestras rutinas, volveremos a escuchar despertadores por la calle. Ya llegará la hora de buscar culpables, si es que los hay.

Mientras tanto lo importante es que sigamos levantando la persiana de nuestra habitación cada día con la fuerza de siempre. Las ganas no nos las han robado. Arriba esas persianas.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
15 de abril de 2020

El destiempo

Extraña a menudo el comportamiento de la mente cuando asimila lugares, personas y cosas que de habitual pasarían desapercibidas, pero sin motivo aparente se transforman en momentos que quedarán imborrables en tu cerebro, donde, por cierto y más que te empeñes, se mantendrán a salvo apareciendo entre tus pensamientos, en mitad de cualquier otra situación alejada en tiempo y espacio, inesperada e inoportunamente.

Quizá el de arriba haya sido uno de los párrafos más largos que nunca haya escrito. La ocasión lo merecía y explicaré el motivo. Estaba en uno de estos paseos que realizo en los tiempos muertos de los viajes cuando decidí entrar al Museo del Prado. Era una tarde lluviosa y congelada de las que sabe dispensarte Madrid. En solitario, con ganas, el móvil en modo avión y el catálogo de obras maestras imprescindibles bajo el brazo me puse manos a la obra. Plano de salas y autores, encrucijada de pasillos, escaleras, esquinas y contraluces.

Como un abuelete, con las manos cogidas a la espalda, sin quitarme el abrigo y oyendo la mezcla de cuchicheos, pisadas y explicaciones de los guías me lancé como el que se tira de cabeza al mar desde unas rocas por primera vez. Y me sumergí en El Greco, Rubens, Tiziano, Goya, Velázquez, Zurbarán, Murillo, Sorolla, El Bosco, Durero, Rembrandt, Tiziano, Tintoretto y Caravaggio, los imprescindibles para una visita de dos horas, las que tenía muertas esa tarde y mejor he invertido en años. No soy experto en arte, ni falta que hace, para que una sensación como esta te pase totalmente por encima.

Sucedió hace mucho y, como esas otras sensaciones que desde décadas vienen a visitarnos, no capté en ese momento su importancia en mi yo interno. Ha hecho falta un poso en forma de tiempo para calar (horadar), aceptando que nuestra mente está muy por encima de nosotros. Porque estas sensaciones son las que te llevarás a la tumba y triunfarán a la muerte, con permiso de Brueghel el Viejo, con quien acabé la visita entre lágrimas y dolor de garganta. El cuadro que más importancia ha tenido en mi vida, colgado de mi adolescente habitación y forrando las carpetas de la universidad.

Me considero afortunado porque no es la primera vez que me pasa algo así, un Síndrome de Stendhal en toda regla. Y no siempre hace falta un museo, estas sensaciones místicas pueden suceder con una canción, una conversación mundana, en un bar de cañas, con la nota arrugada de aquel bolsillo, ese atardecer en el campo, una llamada o la minúscula iglesia oculta tras el tráfico atronador de cualquier ciudad. O puede ser el recuerdo de tu madre abrochándote el abrigo, una palabra precisa, una sonrisa perfecta.

Curioso cómo hay sensaciones en principio sencillas que se marcan a fuego y otras a las que otorgamos importancia queriendo fijarlas e inevitablemente se nos olvidan.

Por algo será, Nacho, por algo será. Le podríamos llamar destiempo.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
29 de enero de 2020

¿Quién ha dicho eso?

Uno de los peores daños colaterales que Internet ha provocado es la imposibilidad de saber a ciencia cierta quién es el autor de esa frase que nos llueve a diario a través de cualquiera de sus plataformas. Esas expresiones que antiguamente escribías en el interior del libro de texto de la Universidad o veías pintadas en las paredes de tu barrio o la puerta del baño de tu bar favorito. Ahora llegan vía Instagram, cadena de WhatsApp, taza de desayuno o tatuaje de vecino de tumbona en la playa, curiosamente el ochenta por ciento de las veces firmadas por Churchill, Gandhi o Paulo Coelho, prolíficos ellos, y con una imagen bucólica que pretende reforzar el mensaje que lanza con un montaje de letras impactantes y primeros planos de sus aparentes creadores.

Me refiero a esas míticas frases supuestamente útiles para motivar, hacerte pensar, afianzar en tu memoria algo rentable a nivel emocional, aunque de tan manidas puede que hayan perdido ya el sentido con el que se inventaron o incluso provoquen en el lector justamente lo contrario. Soy habitualmente de éstos últimos pero, como me pasa siempre desde que tengo hijos, intento frenar de primeras al feroz crítico que antes era (y no miro a nadie) imaginando que las estuviera leyendo por primera vez y pensando si realmente me habrían impactado a una edad menos avanzada y quizá más predispuesta. Quedan obviamente excluidas las más superficiales rollo: “El cielo es el límite”, “Lo hice porque no sabía que era imposible” y demás bazofia Mr. Wonderful que en general aborrezco internamente sin contemplaciones aun aceptando públicamente que pueden significar algo místico para otras personas.

Parece ser que Voltaire nunca expresó: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, Arthur Conan Doyle (vía Sherlock Holmes) tampoco dijo: “Elemental, querido Watson”, ni Einstein señalo: “Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados”. Y digo parece porque puedo haber sido engañado por la marabunta. Y lo acepto encantado porque la verdad es que me importa un bledo quién las haya creado. En esta época que vivimos rodeados de genios, principalmente tuiteros, copiados a diestro y siniestro, sigue apareciendo el mismo daño colateral con el que iniciaba este texto: la dudosa autoría de las grandes frases de la humanidad clásica y actual. No me duele reconocer que algunas de ellas me encantan y para muestra un botón: “He tenido muchos problemas en mi vida, la mayoría de ellos nunca sucedieron”, de Mark Twain o Michel de Montaigne según la fuente que consultes. O quizá fuera de un chaval de Cartagena iluminado mientras estaba sentado en el retrete.

Así que mira, mientras algunas de estas frases agiten algo positivo dentro incluso de un optimista recalcitrante como éste que escribe serán bienvenidas vengan de donde vengan. Así que lluevan los años y podamos seguir leyéndolas.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
17 de julio de 2019

Los treinta y uno de Marzo

Todos los meses tiene un aquel, pero Marzo es más. Y no me digan que se escribe con minúscula. Las conversaciones en el tercero del año quedan en el aire a medio camino entre el vaho del frío que se va y el vapor del calor que llega. Son los treinta y uno del tercero del año cada cual de su padre y de su madre. Ayer de manga corta y hoy lloviendo. Las Fallas a punto de quemarse, paellas en la Malvarrosa y en Económicas, dos semanas de vacaciones si eres crío y el Miércoles Santo asomando. Año sí y año no en la hoja del calendario. Año no y año sí en la playa o en la estufa. Tormenta o solanero. Nit del Foc.

Bautizado por Gregorio XIII en honor a la guerra, para mí Marzo es un mes de paz. Sobre todo interior, los cambios climáticos apaciguan el alma. Acaba el invierno y comienza la primavera, tenemos el Día Mundial del Síndrome de Down y Día Mundial del Agua. En Marzo se descubrió la radioactividad, abrió la Biblioteca Nacional de España, se presentó por primera vez la tabla periódica, nacieron Miguel Ángel, Vivaldi y Alexander Graham Bell.

En Marzo nació Mijaíl Gorbachov, Cristóbal Colón pisó Europa de nuevo tras descubrir sin querer el Nuevo Mundo y murió el modernista D. H. Lawrence (autor de la inmortal “Hijos y amantes”, elegida por la Modern Library como una de las mejores 100 novelas del siglo XX).

En Marzo se descubrieron los anillos de Urano, unos hijos de puta mataron a 192 personas en Madrid, nacieron dos genios: Albert Einstein y José Luis López Vázquez, se publicó la Pepa (primera Constitución Española), abdicó Nicolás II (último zar de Rusia) y otro ruso dio el primer paseo espacial de la historia.

En Marzo abrió los ojos Johann Sebastian Bach y los cerró Isaac Newton, los argentinos vivieron un golpe de estado militar, nació Akira Kurosawa y murieron tres grandes: Julio Verne, Ludwig van Beethoven y Claude Debussy (ojo/oreja a sus míticas Arabesques).

En Marzo mueren 600 personas en el Aeropuerto de Los Rodeos de Tenerife, siendo el accidente con mayor número de víctimas de la historia de la aviación mundial, que se dice pronto, se inaugura la Torre Eiffel, nace Van Gogh y fallece Miguel Hernández (podrido en una cárcel y con sólo 31 años).

En los treinta y uno de Marzo caben dos estaciones, cabe el día de la Mujer, el del Padre y San Patricio, patrón de Irlanda (lo sabías), de Murcia (no lo sabías) y de la cerveza (porque yo lo valgo).

Si aún después de todo esto no crees que Marzo es más, tenemos un problema.

Brindo por Marzo y los que vengan.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
20 de marzo de 2019