El bautizo

Acababa de parar de llover cuando llegué a la Catedral, por fin a resguardo pero calado hasta los huesos, entré escuchando el fantasmagórico pero habitual eco que añade a cualquier voz el mágico interior de estos lugares.

Estaba completamente llena, lo que daba un toque de absoluta transcendencia al denso silencio, atronador, que nos envolvía. Olor a gente, a ropa mojada, a madera antigua y a paredes centenarias.

Me situé discretamente en la última fila de bancos, listo para asistir por primera vez a lo que tantos años estaba evitando y temiendo: mi bautizo.

El pequeño charco que se había formado bajo mis pies reflejaba la magnífica cúpula que me protegía y yo, mirando al suelo con un ojo y a mi alrededor con el otro, iba siendo presa del pánico a la misma velocidad que me iba secando poco a poco.

Los apellidos iban avanzando con lenta parsimonia en la boca del maestro de ceremonias, no supe si por orden alfabético, edad o importancia en el escalafón interno de la orden, pero fuera el motivo que fuera, cada nuevo mencionado era un paso menos para que llegara mi turno.

Cuando escuché, debidamente ordenadas, las letras que mis padres eligieron para mi nombre y que nunca quisé oir salir de aquella boca, un escalofrío recorrió mi espalda, un sudor frío llenó las palmas de mis manos y un retortijón acudió raudo a mi vientre.

Era el momento. Había llegado. ¿Cómo podía estar tan nervioso? La Luna asomaba levemente entre las vidrieras, pintando de un precioso color plateado las gotas que por ellas resbalaban.

Octubre del año 1577, Murcia, obligado por la tradición familiar me tocaba cumplir con un trámite que no deseaba lo más mínimo. En las antípodas morales de mis ancestros, formar parte de esto cortaría de cuajo mis ambiciones individuales.

No era más que un sencillo aprendiz en la única imprenta de la ciudad, emocionado al ver cómo por arte de magia aparecían las palabras en los lienzos que salían de las máquinas. Quería seguir haciéndolo, pero si entraba hoy en la orden sería incompatible, sería un desastre personal.

Oí mi nombre, pero algo me tenía paralizado. Estaba completamente bloqueado. No alcanzaba a enteder qué era, pero mi cerebro no mandaba órdenes correctas a mis extremidades. Un rumor iba aumentando en volumen al ver que nadie acudía a la llamada.

No podía mover un músculo, pero como nadie me conocía y éramos más de cien chavales que nunca antes nos habíamos visto, decidí continuar quieto y callado, poner cara mitad de sorpresa mitad de recriminación como todos los demás y rezar porque llamaran al siguiente.

Los segundos pasaban lentísimos, las miradas comenzaban a agudizarse, en menos que canta un gallo me tocaría reconocer que era yo el fallido fugitivo, siendo al mismo tiempo blanco de sus críticas y pasto de un futuro que sería para siempre ordenado por otros.

De repente, un ruido ensordecedor y demoniaco envolvió el ambiente, era algo que no venía de este mundo, algo totalmente irreal. Una melodía metálica como el latón, afilada como una sierra y rítmica como el martillo que golpea la ardiente fragua.

No sé como explicarlo pero algo vibraba dentro de mí, como si yo mismo fuera el origen de esa sinfonía maldita y descontrolada. Todo el mundo se giró a mirarme, era mi cuerpo el que emitía esa canción infernal temblando desde lo más profundo de mi ser.

El corazón quería salirse de mí mismo y latía descontrolado mientras me agrarraba el pecho sin entender nada cuando palpé algo que no era mío entre los pliegues de la ropa, algo pequeño y colorido que con un rápido movimiento cacé y lancé al suelo aterrorizado.

Era una especie de aparato con fuegos y sonidos, que seguía vibrando en el suelo mientras daba pequeños saltos de un modo espasmódico y que formó un corro de curiosos que se iban santiguando alrededor corroídos por el pánico hacia ello. Y hacia mí.

Sus ojos alternaban rabiosos entre aquel invento del Diablo y mi persona, estrechando el círculo a cada paso, señalándome mientras se iban pertrechando con los palos y hierros que tenían a mano.

El más violento de todos se abalanzó hacia mí armado con un enorme candelabro de bronce mientras seguía sonando ese «pipipipiiii, pipipipiiii, pipipipiiii» cada vez más fuerte y más agudo.

Justo en el momento en que me preparaba para recibir el golpe, cerré los ojos tan fuerte como pude, alzando los brazos para intentar contrarrestar su ataque cuando entre los dedos apareció mi despertador, sonando rabioso este 2024, en el primer día de mi nuevo trabajo.

FIN

Hielo en Murcia

Poca gente conoce esta curiosa historia que sucedió en Murcia hace un siglo y que mezcla la pasión de un aventurero, el empuje de unas familias y la mayor crisis económica de la historia… ¡Vais a flipar!

En 1927 un jovencísimo Alberto Ruiz, natural de Yecla, viajó a Estados Unidos en un barco pesquero, enrolado como marinero. Obligado por su padre, pobre de solemnidad, pues huía de un más que probable ajuste de cuentas por unas deudas de juego.

Dicen que llegó habiendo perdido un dedo, a saber si por un accidente laboral o por otra apuesta a bordo, y los azares del destino le llevaron dando tumbos de acá para allá, buscándose la vida peor que bien la mayoría de las veces. Nadie sabe a ciencia cierta cómo acabó en Canadá, donde en medio de un durísimo invierno quedó totalmente fascinado con un juego que nunca había visto en su vida y que cambiaría el rumbo de muchas historias: El hockey sobre hielo.

Los canadienses eran los mejores por aquel entonces en un deporte que comenzaba a hacerse medio conocido en el mundo tras el exito cosechado en los Juegos Olímpicos de Chamonix en 1924 donde, curiosamente, los padres de Alberto se habían conocido catorce años antes. Él era conductor de autobús, contratado por una bodega y ella, Aurora Alcaraz, de Hellín, estaba de vendimia en la ciudad francesa. Flechazo, viaje de vuelta juntos y no es necesario que contemos mucho más: un precioso hijito.

En esta foto, junto a sus cuñados y el vástago protagonista de esta historia. Ojo, que no hay muchas más instantáneas de todos ellos juntos.

Alberto, buscavidas de nacimiento (además de murciano), consiguió convencer a la federación canadiense de que vinieran a España a demostrar sus habilidades y de paso él ganarse unos cuartos. Era una época radiante en todo el mundo, ideas locas welcome.

Pero claro, no había tenido en cuenta (o sí) lo complicado que es ver hielo en su fresco estado por debajo de algunas latitudes. Por cierto, esta es la única foto que existe de Alberto en una pista de hockey…

…porque lo que realmente gustaba a su familia materna no era el hockey sino el tenis, no obstante el chaval de El Palmar que estos días está revolucionando el mundo de la raqueta es descendiente de Aurora, cuyos hermanos trabajaron toda su vida en el Club de Tenis de su pueblo.

Para semejante proeza de mover a tanta gente había que tener mucho dinero y aquí es donde se pone interesante la cosa. Alberto convenció, tras un viaje relámpago de vuelta a España (para la época eran dos meses de ida y vuelta) a un grupo de empresarios cuyos nombres quizá os suenen. Son todos ellos dueños de empresas que aún hoy, cien años después, siguen funcionando a pleno rendimiento en Murcia. No voy a hacerles publicidad, pero no me digáis que no son reconocibles.

En aquella reunión, celebrada en la pecera del Casino, dicen que Alberto les aseguró que el equipo canadiense vendría de gira por todo el país si se preparaban a conciencia para ello, pistas de hielo incluídas.

Y se les pagaba, claro. Para lo cual, problema principal, deberían aprovechar el invierno, pues a principios del siglo pasado, mantener el hielo sin derretirse no era tarea fácil. Tendría que ser en pleno invierno.

La idea era sencilla, montar una gira de partidos de exhibición en los que el público quedara maravillado viendo a estos súper atletas, de casi dos metros de altura, patinando grácilmente sobre hielo al tiempo que metían goles en unas minúsculas porterías.

Alberto consiguió embarcar a cinco personajes canadienses que tenían negocios en España para ayudar en la intendencia. Tenían dinero e intereses, enamorados a distancia de nuestras costumbres, tradiciones y folklore, según le contaron.

Cinco hombres que todavía hoy nos suenan a todos y que nunca volvieron a cruzar el Atlántico de vuelta, pues formaron sus familias en nuestro país, siendo además, fundadores de algunas de las más famosas tradiciones murcianas: Sí, el Bando de la Huerta de Murcia, la Fiesta de la Vendimia de Jumilla, los Caballos del Vino de Caravaca, el Carnaval de Águilas y los desfiles bíblico-pasionales de la Semana Santa de Lorca provienen de Canadá. ¿Cómo te quedas?

Ojo entonces a lo que debemos a Alberto, no sólo traer la primera gira de hockey sobre hielo a España, sino además ser el germen de cinco grandes pilares de la sociedad y cultura murciana.

Pero sigamos a lo nuestro: con el dinero de todos los implicados bajo el brazo, el proyecto fue tomando forma en meses de arduo trabajo, hasta que tras el verano de dos años después, todo estaba finalmente preparado. A punto para el viaje desde América dirección a Europa, las sedes estaban acordadas, los jugadores motivados, los políticos deseosos y los empresarios ilusionados. Y por encima de todo, Alberto, muerto de miedo a la par que emocionado.

El barco, pagado por adelantado junto al caché de los deportistas, cargado hasta los topes de jugadores canadienses, empresarios con futuro y mucha ilusión por hacer un negocio que sacara de la pobreza a Alberto, estaba atracado a la espera de zarpar en el muelle de Chelsea.

Todo preparado, hasta que el jueves 24 de octubre de 1929, el día de antes de la partida prevista, la bolsa de Nueva York se desploma, arrastrando por el camino no sólo la idea de Alberto, sino el dinero de los empresarios murcianos y las ilusiones de los canadienses.

El crac del 29 truncó vidas y economía, provocando la Gran Depresión que muchos años después todavía colebaba a ambos lados del océano y más de un hijo tuvo que mendigar trabajo para sus padres. Perdido el dinero, Alberto volvió a Murcia de polizón muchos años después, en un momento complejo en España, donde tras pasarlas de nuevo canutas, formó una familia que sigue creciendo a día de hoy.

En el Malecón, cerca de la actual autovía en lo que se conocía como Huerto de los Cipreses, todavía se conserva una placa conmemorativa justo en el lugar en el que se comenzó a construir la pista de hielo murciana. Nunca sabremos si se habría podido jugar alguna vez un partido de hockey sobre hielo en nuestra tierra. Por ganas e ilusión no sería, desde luego.

¿Y sabes qué? El día previsto para el partido en Murcia era el jueves 7 de Noviembre de 1929…. Aún guardo la hoja de aquel calendario.

Y de ahí surge el nombre de mi empresa. Sí, N7 surgió un honor a una persona muy querida por mi, ya que si sé todo esto es porque Alberto era… ¡MI ABUELO!

Y esta historia ha sido parte de mi vida, contada en persona a trocitos durante muchos años en las noches de verano…

Una historia, además, completamenta falsa, porque acabo de inventármela ahora mismo, pensando en algo fresco en esta tórrida tarde murciana.

FIN

Una ducha y dos móviles

Hay pocas cosas más injustas en la vida que escuchar el teléfono mientras te estás duchando. Y en invierno más. Ponedlo en silencio siempre si no queréis que os pase lo que a mí…

El agua cae suavemente sobre mis hombros y dedico unos segundos a relajarme, pensar un poco y entrar en calor tras haber salido a correr en esta gélida madrugada. De repente, me parece sentir algo en la distancia. ¡El móvil!

No te pongas nervioso, me digo a mí mismo deseando que la llamada esté acabando, la he escuchado de milagro mientras me enjabono la cabeza. Luego miraré quién es. La voz de mi interior intenta convencerme de que ni caso, de que deje caer las gotas y haga tapón en mis oídos. Relájate. Siente el calorcito. Es tu momento de desconexión.

Pero nada, que no, sigue sonando, sonando y, mientras pienso por qué tengo desactivado el contestador automático, salgo a toda prisa de la ducha toalla en ristre.

Quién llamará a estas horas, farfullo internamente, mojo el pasillo y antes de secarme las manos atropelladamente intento alcanzar el botón de descolgar cuando se escurre entre mis dedos con tan mala suerte que cae totalmente plano al suelo, partiéndose el cristal en mil pedazos.

– ¡Joder! – grito inconscientemente

Espero no despertar a mi hermano que está durmiendo en la habitación de al lado y se ha tirado 12 horas seguidas currando. Trabaja por turnos y le llevan loco al pobre. Al menos tiene un sueldo.

Vivimos juntos desde que nos independizamos de nuestros padres hace tan solo unos meses. A ver si le convenzo para hacer algo de deporte. Yo entreno a diario, él se está dejando cada día más. Mal asunto.

Por el rabillo del ojo, y justo mientras el teléfono volaba desde mis temblorosas manos hacia abajo, me pareció ver que la llamada era de alguien que no tenía grabado. Intento encender de nuevo el móvil pero no responde. Solo un ruido raro y pantalla en negro.

Qué rabia me dan estás cosas, ¿quién sería? Ahora tendré que buscar un móvil nuevo y a saber cuándo me enteraré, si es que me entero. Voy a estar varios días preocupado. ¿Y si era de alguna de las ofertas de trabajo a las que me he apuntado?

Medio en pelotas y blasfemando en voz baja me dirijo de vuelta al baño cuando resbalo con el jabón del pasillo y caigo de bruces, no sin antes partirme la ceja contra el lavabo.

El suelo es ahora una mezcla de sangre roja y pompas azuladas, intento abrir los ojos pero me mareo y creo que pierdo el conocimiento.

Vuelvo poco a poco a la conciencia. Estoy sentado en la sala de espera de un hospital, rodeado de gente que no conozco de nada. ¿Cómo he llegado hasta aquí? ¿Cuánto tiempo ha pasado? Siento escalofríos.

Me hago mil preguntas mentales hasta que la megafonía me da un tortazo de realidad, pronunciando mi nombre e indicando que pase a triaje. Entro en el box algo desorientado y sorprendido de que alguien me siga.

– ¿Qué le pasa? – dice la doctora que me atiende – Está usted un poco pálido.

Qué me va a pasar si tengo la cabeza llena de sangre, pienso yo. Y encima ahora atienden en urgencias de dos en dos, parece ser.

Voy a comenzar a quejarme de la situación cuando de repente oigo:

– Seguro que le ha dado un golpe de calor – dice el hombre que ha entrado conmigo – le ha pasado ya otras veces. Normal en este día infernal de verano.

¿Qué? ¿Quién es este tío? Intento hablar pero no me salen las palabras de la boca.

– Debería acompañarle a su casa – dice la doctora – que beba bastante agua y se dé una ducha fresca, los cuarenta grados de la calle no son precisamente buenos ahora mismo.

– Mal asunto – continúa el hombre – tengo que volver al trabajo, creo que mi compañero tiene un hermano. A ver si encuentro su número…

Llama y pone el manos libres para que todos lo oigamos. Un pitido. Otro pitido. Tercer pitido. No lo coge nadie. Cuarto pitido. Suena un clic seguido de un golpetazo considerable y un “¡Joder!”

– Hola, me escucha alguien? – pregunta el hombre, con el silencio por respuesta

Me están dando ganas de vomitar, necesito ir al baño. Me levanto de la silla aturdido buscando la puerta de salida. En el espejo me miro de reojo y no hay rastro de sangre. La ceja está perfecta y estoy vestido con un mono de trabajo naranja. No entiendo nada.

Vuelvo a entrar al box decidido a preguntar qué está pasando aquí cuando escucho en voz baja…

– Es un chico un poco raro, doctora, no da problemas en el trabajo pero tampoco se relaciona mucho. Creo que su hermano es igual de especial. Seguro que no ha cogido el teléfono porque siempre está haciendo deporte. A ver si se le pega algo a este.

Totalmente desconcertado meto la mano al bolsillo y veo mi teléfono, intacto. Hay un mensaje de mi hermano:

– Tío, deja de hacer ruido en la ducha. Necesito descansar. Mañana salgo a correr contigo.

Los primeros días de otoño

Siempre había pensado que la playa es especialmente bonita y disfrutable en septiembre… Hasta que el otro día nos pasó algo increíble a la orilla del mar. Atentos que tela.

Los primeros días de otoño son diferentes en la costa. Poca gente, conté solo nueve personas incluyendo a nosotros cuatro. Algunas caras ya conocidas, como una pequeña comunidad. El sol brilla a punto de meterse por el horizonte.

El agua está tranquila y muy calmada a esta hora, junto a una leve bruma que con el anochecer dibuja de gris el puerto en la distancia. Era ya tarde, queríamos alargar uno de los últimos fines de semana antes de la vuelta al cole.

Mis hijos juguetean en la orilla con una pala que a veces usan de flecha o de espada y un montón de cubos para hacer castillos, torres y fortalezas. Les encanta imaginar que son mineros.

Nosotros relajados totalmente, tan acostumbrados al habitual barullo de verano este momento es casi mágico. Abismal diferencia. Una tranquilidad que se rompe cuando escuchamos gritar enloquecidos a los críos:
¡MAMÁ, PAPÁ, AQUÍ HAY ALGO!

Han visto algo en el hoyo que han hecho, nos acercamos resoplando y dando por hecho que será una tontería de niños cuando vemos que en realidad no hay algo.
¡LO QUE HAY ES ALGUIEN!

Entre la arena, que sin darnos cuenta ha sido excavada casi un metro por mis pequeños, ha aparecido un pie. Joder, un pie humano. Y parece que también está el resto del cuerpo.

Les aparto de la escena como puedo y nos alejamos con el corazón en la boca. ¿Hemos visto un cadáver? Mi mujer dice que parece un hombre de pequeña estatura, a mí no me ha dado tiempo a fijarme.

La caseta de los socorristas está desierta, ya no queda nadie en la playa, nos hemos quedado solos en un momento y ni nos habíamos percatado. Saco el móvil y llamo al 112. Al rato aparece una patrulla de la Guardia Civil que nos hace mil preguntas.

Yo no puedo dejar de fijarme en el escudo de su uniforme, que tiene dibujados una espada y un hacha, pensando en que si tuviera algo así iría directo a desenterrarlo. ¿Y si está vivo todavía?

Les contamos todo y ya se encargan ellos del asunto, dicen. Al rato llega una dotación de bomberos y una ambulancia. Luego muchos curiosos a distancia. Y nosotros al lado sin poder movernos del lugar viendo el gran dispositivo que han montado.

Estamos en shock.

Ya es noche cerrada. Van desenterrando el cuerpo poco a poco. Efectivamente es un hombre muy bajito, parece joven aunque lleno de arena es totalmente irreconocible. Qué pena, joder. Dicen que en esta comarca nunca había pasado algo así.

Mientras lo trasladan de pronto algo brilla un instante en la oscuridad, un fugaz reflejo en uno de los dedos que cuelgan sin vida del brazo de la víctima.

¿¡Es un anillo!?

Nos acercamos todo lo que permite el cordón policial y por un momento nos miramos sorprendidos mi mujer y yo.

¡No puede ser!

Un amigo nuestro es artesano y fabrica anillos como ese por encargo, suelen tener unos colores e inscripciones muy característicos, como si fueran runas. Además de ser totalmente únicos, lo curioso del asunto es que los fabrica tallados con una frase especial y muy personal.

Y únicamente los vende, y no baratos precisamente, a aquellos interesados que tras un par de horas de conversación relajada en la trastienda, mientras suena Enya o algo parecido, consiguen convencerle de los dignos motivos de la compra.

Siempre, además condición imprescindible, que también la frase a tallar le parezca acreedora de su trabajo artesano.

Nuestro amigo es un tío raro y habitualmente son aún más raros sus clientes. Le llamo en el momento para contárselo y nos dice que recuerda perfectamente al comprador que le estamos describiendo.

Nuestro amigo piensa que la frase del anillo será clave para entender el móvil del asesinato y quizá el asesino. Nosotros también. Estamos convencidos.

Intentamos persuadir a los cuerpos de seguridad de lo que intuimos pero no nos hacen ni caso. Dicen que aquí nadie ha matado a nadie, las propias olas han ido ocultando el cuerpo, posiblemente muerto por causas naturales hace ya unos días.

Llega una unidad de policía a caballo (enorme y blanco por cierto) y poco a poco se va despejando el ejército de mirones que se fueron acumulando, al tiempo que aparecen los familiares. Todos igual de bajitos que el difunto. Y con cara de buenas personas.

A ellos sí conseguimos contarles la historia y nos dicen que se trata de un primo lejano un poco trastornado, que suele salir sin rumbo a dar vueltas por las cuevas de la zona rocosa litoral.

Sabían que antes o después esto pasaría, por lo que le habían obligado incluso a hacer testamento en una de las temporadas que, muy desmejorado, pasó hace poco con ellos.

De hecho, nos cuentan que tienen todo preparado para el entierro, que será incinerado en el Crematorio Destino y que su única última voluntad era estar para siempre junto a «Su Tesoro».

Antes de despedirnos del lugar nos gritan a distancia que la inscripción rezaba: «Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.»

Ya verás cuando se lo contemos a nuestro amigo.
Se llama Sauron, no sé si ya os lo había dicho.
Es un tío raro de cojones.

(FIN)

Acantilados

Lo que más le gusta es quedarse solo. Coger su coche y marcharse sin rumbo, con la música a todo volumen, la ventanilla a medio bajar y notar cómo el aire le hace sentirse tan libre como atrapado. Porque en el fondo sabe perfectamente que, aunque pudiera, no quiere huir. Sólo ansía libertad. Por un momento, por un instante. Salir de la cárcel en la que siente que se ha convertido su vida. Un trabajo de mierda, rutina infinita, estrés económico, situación familiar cogida con pinzas y pensamientos negativos hacia todo lo que le rodea.

Los trayectos que puede permitirse el lujo de realizar siempre acaban en el mismo punto: un camino sin salida al borde del acantilado en las afueras del pueblo junto a las antiguas ruinas de un castillo, del que sólo se puede salir dando marcha atrás y con extremo cuidado. El único lugar del mundo donde siente eso, la libertad. Curiosamente un lugar sin salida y rodeado de agua, silencio atronador, rocas e ideas positivas. El sonido de la nada con el que acaban doliendo los oídos. Y algo más.

Sólo en este sitio en la Tierra es capaz de encontrar algo de Sol entre tantas nubes negras, sólo un exclusivo punto geográfico equilibra su cuesta abajo, su incapacidad. Si pudiera quedarse aquí para siempre, piensa sonriendo. Vivir tan cerca de la inmensidad del mar y sentirse a la vez tan pequeño. Pensamiento recurrente al llegar y al volver una y otra vez. Nunca se siente mal en este único sitio que tanta felicidad le transmite, subiendo desde el suelo, como una energía que se le mete por dentro. Día tras día, al salir de la oficina, excusándose en algún argumento peregrino y dirigiéndose por inercia al mismo punto. Al mismo exacto lugar en el que durante años acaba su jornada cada tarde. Al borde las rocas, con el motor parado, escuchando el mar y sintiéndose libre.

Por un minuto. Allí, y sólo allí. Allí, piensa con un nudo en la garganta y los ojos arrasados. ¿Cómo he llegado hasta esto? ¿Dónde está la llave que puede sacarme de esta jaula? Por un minuto. Él aquí, solo aquí. Aquí, sueña con ese un universo paralelo repleto de los planes que nunca pudo llevar a cabo.

Y luego la terrible vuelta a casa. El retorno imposible. La procesión dolorosa. El hastío. La nada. Con los problemas y las sombras, la música se apaga y los barrotes aparecen de nuevo en el horizonte cada vez que abre la puerta. Año tras año. Cana tras cana. La vida como condena. El viaje como destino. La ruidosa soledad de una ciudad que le pasa por encima. Una existencia que no es suya.

Hoy, con el cambio de hora, ha anochecido antes de tiempo y le ha pillado de sorpresa mientras conduce el habitual y recurrente trayecto camino de su refugio. Fuera hace frío. Llega a su lugar de liberación sintiéndose especialmente místico mientras cae la tarde. Dentro hace calor. Debe encender las luces del coche. Por un momento algo brilla entre las piedras derruidas del castillo. Parece algo metálico. Para el motor y echa el freno de mano. Sale del coche. Se dirige hacia el reflejo. Las olas rugen chocando contras las rocas muchos metros abajo. Es una placa que nunca antes había visto. Una inscripción que puede leerse a duras penas, corroída por el salitre del mar. Entorna los ojos y comienza a silabear.

«Aquí se alzó un día la Prisión de Eve, hoy felizmente derruida. El presidio más negro jamás creado. Tumba para miles de reclusos que perdieron la vida entre sus celdas. En sentido homenaje. Julio de 1777.»

Un escalofrío recorre su espalda. Entra al coche totalmente desubicado, presa del miedo, loco, mete primera y avanza hacia el mar. Por fin ahora será libre, mientras las aguas negras van devorándole.

Noches en llamas

Ahora que ha pasado un tiempo prudencial, la policía está informada y tenemos constancia de la veracidad de lo sucedido, por fin me atrevo a contaros la terrible historia que sufrí una interminable noche de aislamiento.

Es cerca de la 1 de la madrugada. Mediados de marzo, tras la cena y la serie, como cada día, bajé a sacar al perro. Suelo tardar unos quince minutos, la vuelta a la manzana. Casi nunca llevo el móvil. ¡Qué gran error! Paseaba pensando en mis cosas cerca del río, ni un alma en la calle, ni un coche, ni un sonido. A lo lejos, muy levemente, entre edificios y la oscuridad de esta fría noche de finales de invierno, veo la silueta en penumbra de la Catedral con la que normalmente me quedo minutos embobado.

Algo distrae mi vista súbitamente, las dos moles entre las que asoma la figura gótica más famosa de mi ciudad son un nuevo hotel, cerrado a cal y canto en esta cuarentena, y un antiguo Palacio, deshabitado hace años y prácticamente en estado de ruina. Todas las ventanas de ambos edificios están apagadas, por eso el destello en una de ellas llama tanto mi atención en plena noche. Un barrido visual rápido me lleva a localizar el fogonazo, el típico chispazo provocado por un fallo eléctrico.

Mi perro comienza a gruñir.

Intento fijar la vista entornando un poco los ojos y no doy crédito a lo que veo, parece una silueta humana, aunque es difícil confirmarlo dada la continua intermitencia y variable intensidad de la luz. No es posible. La planta en la que está no tiene debajo más que escombros. No ha podido subir de ninguna forma. La fachada cayó en su momento, dejando a la vista una estancia en la planta superior con un espejo, el marco de una puerta que no lleva a ninguna parte y poco más.

Conforme voy acercándome mi perro comienza a ladrar, provocando más ladridos de otros perros del vecindario. El chispazo ha cesado súbitamente, pero antes me ha vuelto a parecer ver una cara humana acercándose rítmicamente a la fuente de luz.

Me paro. Hace mucho frío pero estoy sudando. Se oye un coche a lo lejos. Sigue sin haber un alma en las calles. Decido irme a casa y pasar de líos cuando de repente comienza a escucharse el llanto de un recién nacido y la luz empieza de nuevo a centellear.

Cruzo el puente del río y ahora sí que lo veo de cerca, es una persona balanceándose hacia delante y hacia atrás en un ritmo acompasado y tranquilo. Cada fogonazo me permite verle en una posición distinta. Parece un enfermo. ¿Pero cómo demonios ha subido hasta ahí?

Me cuesta calcular el tiempo que ha pasado, la luz a ráfagas me ha dejado hipnotizado por momentos. La silueta parece querer decirme algo. Y por un momento creo que me ha mirado de reojo. No sé qué hacer. Dudo. Me echo la mano al bolsillo buscando el teléfono, pero lo dejé en casa. Me sale de dentro, casi sin quererlo, un grito seco y fuerte: «¡Eeeh! ¿Hay alguien ahí?»

Una persiana cercana sube repentinamente, seguida de una señora mayor que, asomada desde su habitación, me pregunta si pasa algo. Le pido disculpas, está ya bien metida la madrugada, y de paso aprovecho para indagar un poco:

– ¿Vive alguien en el Palacio? –

– Muchacho – me responde – ¿Qué tonterías dices? ¡Deja de gritar o llamaré a la policía! –

Mi mujer, muy asustada de que no haya vuelto, ya lo ha hecho y una patrulla se dirige hacia mi barrio. Mientras tanto yo estoy al otro lado del río, abriendo como buenamente puedo un hueco en la valla oxidada del recinto que rodea la edificación e intentando introducirme mientras mi perro se eriza y ladra como loco. Huele mi miedo. Pero yo huelo otra cosa. Un intenso olor a quemado se apodera poco a poco del ambiente y comienzo a escuchar el ruido que hacen las maderas al resquebrajarse. El fallo eléctrico ha provocado un incendio. El llanto del bebé suena tan fuerte que me duelen los oídos.

Ato el perro a una farola de la calle y entro corriendo, dando una patada a la puerta que se rompe en mil pedazos, carcomida y antigua. No hay escalera, todo son ruinas, miro hacia arriba y veo de nuevo la luz, lejana, destelleando intermitente mientras se acerca. El ruido es ensordecedor, todo cruje a mi alrededor, la luz se hace más intensa, oigo llorar al crío de forma atronadora, me duele la cabeza a horrores, veo cómo se me acerca un rostro descompuesto, comienzo a quemarme y… ¡Zas! Todo se vuelve negro.

Desperté al día siguiente en el hospital, la policía encontró mi perro atado a la puerta de una Iglesia, llamada del Milagro, recién restaurada y en perfecto estado. No tengo lesiones. No ha habido incendio, no hay ruinas y no hay aislamiento. La calle está a rebosar.

Me cuentan que la flamante y reformada iglesia, a la vista desde la habitación del hospital en que me encuentro, fue construida a finales del siglo dieciocho y se erige imponente sobre las antiguas ruinas de un palacio, llamado del Recuerdo. Ya olvidado, qué paradoja. La historia dice que la dueña mató a su hijo recién nacido a principios del diecisiete. Prendió fuego al palacio con una yesca en su habitación, con ella y su hijo dentro. Dicen que le costó horas encender la mecha. Después todo se derrumbó. Estaban solos.

La casualidad es que la protagonista de esta historia tenía el mismo nombre que mi madre, su hijo se llamaba igual que yo y mientras escribo me están saliendo quemaduras en los dedos.

Relato escrito durante la cuarentena
Mayo 2020

Ruido: Un relato corto de verano.

El ruido suele escucharse cada noche, penetrante, entre las tres y las cinco de la mañana. Comienza flojo, suave, arrítmico y evoluciona ansioso, grave, doloroso. No sería capaz de explicar, ni en siete vidas, el temblor que le produce, la angustia que le rodea entre las brumas nocturnas del ojo abierto / ojo cerrado cuando el dichoso sonido asoma entre sueños. Ella vive en una casa grande y baja, en un pueblo de catorce habitantes, perdido entre montañas. Se acuesta cada noche sufriendo. ¿Vendrá? Es incapaz de asomarse para investigar la procedencia. Pavor a encontrar el origen. Suena muy cerca, como bajo su ventana. Una naturaleza extraña, como de fuera de este mundo. Parece un murmullo de multitud de gente en medio de este páramo deshabitado. Tiene diez años, lo evita, se cobija bajo las sábanas y reza para que pase lo antes posible.

El ruido suele escucharse cada día, relajante, entre las tres y las cinco de la tarde. Comienza suave, flojo, arrítmico y evoluciona brioso, alegre, contento. No sería capaz de explicar, ni en siete vidas, la paz que le transmite, el gozo que le rodea cada sobremesa cuando desde la ventana del piso del rascacielos saca la cabeza intentando localizarlo. Se levanta cada día mirando el cielo negro de contaminación. Vive en la ciudad más grande de su continente, rodeada de asfalto y mar. Suena como si fuera el eco de animales lejanos. Un sonido de apariencia natural en medio de la jungla de coches, cláxones y gentío. Siente el miedo a perderlo. El temor a que no vuelva. ¿Se irá para siempre? Tiene diez años, lo busca, mira alrededor queriéndolo sólo para él y rezando para que dure lo máximo posible.

Han pasado cuarenta años.

El ruido sonaba puntual en este aeropuerto dos veces al día. En el despegue de dos vuelos a dos puntas del mundo. Un vuelo al día a la ciudad de ella. Un vuelo al día al país de él. Dejó de escucharse hace cinco décadas. El día que nacieron. Verano. El mismo día. Lo robaron sin saberlo. Hoy están llegando a la misma terminal. Ni se conocen.

Ella tiene cuarenta y nueve años. Lleva quince días sin escucharlo. Está disimulando los nervios de volver a casa y volver a encontrárselo. Tiene miedo, no quiere que el sonido reaparezca. Lo desea con todas sus fuerzas.

Él tiene cuarenta y nueve años. Lleva quince días sin escucharlo. Está deseando volver a casa y volver a encontrárselo. Está nervioso, quiere que el sonido vuelva. Lo desea con todas sus fuerzas.

De repente sus miradas se cruzan. En el preciso instante en que el ruido vuelve a sonar en este lugar y para siempre desaparecerá de sus lugares de origen. Suena fuerte y suave, alegre y molesto, doloroso y grave, arrítmico y brioso. Todo al mismo tiempo en sus cabezas. Súbitamente entienden su vida y su destino.

Estaba cantado: Se acercan, se siguen mirando, se intuyen, se separan y se olvidan para siempre. Despegan sus aviones. Vuelven a sus casas. Y el sonido se queda de nuevo aquí. En este aeropuerto. Eligiendo un nuevo destino. Esperando nacer de nuevo en otros dos lugares remotos del mundo.

 

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
www.nachotomas.com
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 16 de Agosto de 2017