Acantilados

Lo que más le gusta es quedarse solo. Coger su coche y marcharse sin rumbo, con la música a todo volumen, la ventanilla a medio bajar y notar cómo el aire le hace sentirse tan libre como atrapado. Porque en el fondo sabe perfectamente que, aunque pudiera, no quiere huir. Sólo ansía libertad. Por un momento, por un instante. Salir de la cárcel en la que siente que se ha convertido su vida. Un trabajo de mierda, rutina infinita, estrés económico, situación familiar cogida con pinzas y pensamientos negativos hacia todo lo que le rodea.

Los trayectos que puede permitirse el lujo de realizar siempre acaban en el mismo punto: un camino sin salida al borde del acantilado en las afueras del pueblo junto a las antiguas ruinas de un castillo, del que sólo se puede salir dando marcha atrás y con extremo cuidado. El único lugar del mundo donde siente eso, la libertad. Curiosamente un lugar sin salida y rodeado de agua, silencio atronador, rocas e ideas positivas. El sonido de la nada con el que acaban doliendo los oídos. Y algo más.

Sólo en este sitio en la Tierra es capaz de encontrar algo de Sol entre tantas nubes negras, sólo un exclusivo punto geográfico equilibra su cuesta abajo, su incapacidad. Si pudiera quedarse aquí para siempre, piensa sonriendo. Vivir tan cerca de la inmensidad del mar y sentirse a la vez tan pequeño. Pensamiento recurrente al llegar y al volver una y otra vez. Nunca se siente mal en este único sitio que tanta felicidad le transmite, subiendo desde el suelo, como una energía que se le mete por dentro. Día tras día, al salir de la oficina, excusándose en algún argumento peregrino y dirigiéndose por inercia al mismo punto. Al mismo exacto lugar en el que durante años acaba su jornada cada tarde. Al borde las rocas, con el motor parado, escuchando el mar y sintiéndose libre.

Por un minuto. Allí, y sólo allí. Allí, piensa con un nudo en la garganta y los ojos arrasados. ¿Cómo he llegado hasta esto? ¿Dónde está la llave que puede sacarme de esta jaula? Por un minuto. Él aquí, solo aquí. Aquí, sueña con ese un universo paralelo repleto de los planes que nunca pudo llevar a cabo.

Y luego la terrible vuelta a casa. El retorno imposible. La procesión dolorosa. El hastío. La nada. Con los problemas y las sombras, la música se apaga y los barrotes aparecen de nuevo en el horizonte cada vez que abre la puerta. Año tras año. Cana tras cana. La vida como condena. El viaje como destino. La ruidosa soledad de una ciudad que le pasa por encima. Una existencia que no es suya.

Hoy, con el cambio de hora, ha anochecido antes de tiempo y le ha pillado de sorpresa mientras conduce el habitual y recurrente trayecto camino de su refugio. Fuera hace frío. Llega a su lugar de liberación sintiéndose especialmente místico mientras cae la tarde. Dentro hace calor. Debe encender las luces del coche. Por un momento algo brilla entre las piedras derruidas del castillo. Parece algo metálico. Para el motor y echa el freno de mano. Sale del coche. Se dirige hacia el reflejo. Las olas rugen chocando contras las rocas muchos metros abajo. Es una placa que nunca antes había visto. Una inscripción que puede leerse a duras penas, corroída por el salitre del mar. Entorna los ojos y comienza a silabear.

“Aquí se alzó un día la Prisión de Eve, hoy felizmente derruida. El presidio más negro jamás creado. Tumba para miles de reclusos que perdieron la vida entre sus celdas. En sentido homenaje. Julio de 1777.”

Un escalofrío recorre su espalda. Entra al coche totalmente desubicado, presa del miedo, loco, mete primera y avanza hacia el mar. Por fin ahora será libre, mientras las aguas negras van devorándole.

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