En esta sociedad de consumo liderada principalmente por anglicismos parece que si no rebautizas algo con su equivalente en inglés no sabes de lo que hablas. Las recomendaciones han existido desde que el comercio es comercio, desde que el dinero es dinero, desde que el mundo es mundo. Y si tiramos la vista atrás no cuesta mucho encontrar «recomendadores» de productos o servicios en la tele, en la radio, en las revistas o en cualquier otro medio de comunicación. Ahora se les llama influencers, y estamos rodeados de ellos. Algunos son efectivos. Otros, los gili-fluencers (iba a escribirlo al revés pero mejor me corto) hacen poco más que el ridículo, tanto para ellos mismos como para las marcas que los contratan.
Me imagino a dos tribus cavernícolas buscando un lugar donde asentarse, un lugar en el que conseguir comida para los próximos días, donde poner el huevo sedentario tras varias generaciones nómadas. Y me imagino a un caminante perdido que les dijera: «Eh, unga, unga, tras esa montaña hay rebaños, cascadas y muchos árboles. El paraíso.» Desde la más remota antigüedad nos hemos fiado de nuestros semejantes, es un instinto humano que afortunadamente no se pierde con los años. Esta mañana al ver los encierros de San Fermín me ha emocionado una frase del comentarista: «En Pamplona puedes ver cómo un desconocido se atreve a salvar la vida a otro horas después de haberle negado 2 euros por la calle.» Pues eso, que los humanos, cuando la cosa se pone seria, nos ayudamos como animales que somos. Y aquí es donde tiene sentido usar las recomendaciones de terceros, con cabeza y diligencia.
A todo el mundo le gusta conocer la opinión de otro: un amigo que ha ido a tal restaurante, que ha comprado en tal tienda, que tiene estas ruedas de bici o usa estas zapatillas de deporte. Y qué decir si es un famoso. Algunos beben los vientos aunque hoy hable de implantes dentales y mañana de fibra óptica. Sentido común.
Ahora, con las redes sociales, alguien cree que ha descubierto la pólvora y comienza a lanzar mensajes disfrazados de publicidad y nombra «influencer» a aquel que (se supone que cobrando) habla de una marca. La idea no está mal, pero como siempre, hay fantasmas pululando.
Las marcas deben seleccionar con ojo crítico, chirría bastante ver a un «youtuber» o «blogger» pensando que ejerce de «prosumer», sintiéndose un «influencer» en una campaña de «branding» de una «lovemark», pensando que es una «celebrity» pero no llegando ni a las «suelers de los zapaters».
Empresas, seamos serios. ¿Iker Casillas, Jesús Vázquez, Punset, Matías Prats o El Rubius? Elegid bien, y que no os la cuele cualquier mindundi con muchos seguidores en Twitter y menos influencia de la que tiene una piedra en mitad del campo.
UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
www.nachotomas.com
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 12 de Julio de 2017