Ratoneras

Si metes una rana en agua hirviendo saltará del recipiente instantáneamente, pero si la metes en una olla a temperatura ambiente y la vas calentando poco a poco hasta la ebullición, se quedará frita sin darse cuenta. Esta metáfora, conocida como “El síndrome de la rana hervida”, sirve para explicar la situación en la que mucha gente se encuentra en el trabajo, en sus relaciones o, de esto hablaré hoy, en la información que recibe, procesa y posteriormente comparte.

Acaba de comenzar el curso (que los años también empiezan en septiembre no es negociable) y ya tenemos encima de la mesa el lío de siempre. No se trata de algo nuevo, la historia se repite (que se lo digan a los guionistas de Dark) y no es la primera vez que hablo en estas páginas sobre los bulos, las fake news y la comodidad de no comprobar nada de lo que pasa por nuestras manos.

Tres ejemplos muy recientes: los nuevos requisitos para optar a los Oscars, el parón de Astrazeneca en el desarrollo de su vacuna contra el Covid-19 y el posible Premio Nobel de la Paz para Donald Trump. Noticias que, según dónde las leas, oigas o veas (no podemos echar la culpa siempre a las redes sociales), te harán reaccionar de una manera u otra. Al fin y al cabo, dirás, es lo de siempre, medios tendenciosos que arriman el ascua a su sardina. Pues sí pero no. Porque en el maremágnum diario de información, nosotros como usuarios tenemos una responsabilidad importante ya no en lo que leemos, que lamentablemente en muchos lugares es opinión en lugar de información, sino en lo que compartimos. No podemos mirar a otro lado haciendo cada vez la bola de nieve más grande.

Dedicar tres minutos a ampliar información y no generar bilis es saludable tanto para tu cabeza como para tu estómago. Hazlo, leches, y hazlo ya y siempre.

Las supuestas políticamente correctas nuevas reglas para los premios de Hollywood no son lo que parecían, al Presidente estadounidense lo ha propuesto para Nobel de la Paz un parlamentario noruego (como podría hacer miles prácticamente cualquier persona anónima presentando a la Abeja Maya) y los reveses en el desarrollo de una vacuna son habituales en cualquier proceso científico, faltaría más. Por cierto, Miguel Bosé sigue missing.

Cambiemos la rana por un ratón y en lugar de olla con agua hirviendo aparecerá una ratonera, esa trampa en la que sin darnos cuenta caemos una y otra vez. Las hay de todo tipo. Y las peores, sin duda, son las mentales.

No es difícil aprender a esquivarlas.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
16 de septiembre de 2020

¿Quién ha dicho eso?

Uno de los peores daños colaterales que Internet ha provocado es la imposibilidad de saber a ciencia cierta quién es el autor de esa frase que nos llueve a diario a través de cualquiera de sus plataformas. Esas expresiones que antiguamente escribías en el interior del libro de texto de la Universidad o veías pintadas en las paredes de tu barrio o la puerta del baño de tu bar favorito. Ahora llegan vía Instagram, cadena de WhatsApp, taza de desayuno o tatuaje de vecino de tumbona en la playa, curiosamente el ochenta por ciento de las veces firmadas por Churchill, Gandhi o Paulo Coelho, prolíficos ellos, y con una imagen bucólica que pretende reforzar el mensaje que lanza con un montaje de letras impactantes y primeros planos de sus aparentes creadores.

Me refiero a esas míticas frases supuestamente útiles para motivar, hacerte pensar, afianzar en tu memoria algo rentable a nivel emocional, aunque de tan manidas puede que hayan perdido ya el sentido con el que se inventaron o incluso provoquen en el lector justamente lo contrario. Soy habitualmente de éstos últimos pero, como me pasa siempre desde que tengo hijos, intento frenar de primeras al feroz crítico que antes era (y no miro a nadie) imaginando que las estuviera leyendo por primera vez y pensando si realmente me habrían impactado a una edad menos avanzada y quizá más predispuesta. Quedan obviamente excluidas las más superficiales rollo: “El cielo es el límite”, “Lo hice porque no sabía que era imposible” y demás bazofia Mr. Wonderful que en general aborrezco internamente sin contemplaciones aun aceptando públicamente que pueden significar algo místico para otras personas.

Parece ser que Voltaire nunca expresó: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”, Arthur Conan Doyle (vía Sherlock Holmes) tampoco dijo: “Elemental, querido Watson”, ni Einstein señalo: “Locura es hacer la misma cosa una y otra vez esperando obtener diferentes resultados”. Y digo parece porque puedo haber sido engañado por la marabunta. Y lo acepto encantado porque la verdad es que me importa un bledo quién las haya creado. En esta época que vivimos rodeados de genios, principalmente tuiteros, copiados a diestro y siniestro, sigue apareciendo el mismo daño colateral con el que iniciaba este texto: la dudosa autoría de las grandes frases de la humanidad clásica y actual. No me duele reconocer que algunas de ellas me encantan y para muestra un botón: «He tenido muchos problemas en mi vida, la mayoría de ellos nunca sucedieron», de Mark Twain o Michel de Montaigne según la fuente que consultes. O quizá fuera de un chaval de Cartagena iluminado mientras estaba sentado en el retrete.

Así que mira, mientras algunas de estas frases agiten algo positivo dentro incluso de un optimista recalcitrante como éste que escribe serán bienvenidas vengan de donde vengan. Así que lluevan los años y podamos seguir leyéndolas.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
17 de julio de 2019

La comodidad de los bulos

Quizá te sorprenda saber que en el siglo XVIII ya existían, y no pequeñas, crisis financieras. La primera jugarreta de este estilo en la historia, conocida posteriormente como «La burbuja de Mississippi», contó con el beneplácito (qué raro, ¿verdad?) del estado (en este caso francés), poniendo en jaque su propio sistema económico durante una temporada.

El que en la actualidad sería algo así como el Ministro de Economía de Francia hizo correr el bulo de que esa zona americana, más parecida en aquel entonces a un secarral que a otra cosa, era rica en tesoros, consiguiendo disparar ficticiamente la cotización de las acciones de su propia compañía que allá se encontraba operando (el sujeto en cuestión era juez y parte, qué raro también, ¿no?). Los ahorradores en suelo patrio se lo tragaron todo e invirtieron grandes sumas de dinero en las cotizadas participaciones hasta que el asunto estalló salpicando de diversas formas a las hormiguitas y sus capitales. Se dice que hubo incluso algún suicidio.

La Historia no se retiene en nuestras cabezas de manera lógica. Nos llega, a veces siglos más tarde, contada siempre por alguien, por lo que si no eres un fajado historiador lo vas a tener chungo para que no te la cuelen traspapelando por verdad una de sus versiones. Como quizá pueda ser este mismo asunto que hoy nos ocupa. Cuesta mucho aprendernos la Historia por, entre otras cosas, culpa de nuestro cerebro, que tiende a simplificar hasta el extremo aquello que nos rodea y de lo que no depende nuestra supervivencia.

Por ello se vuelve tan necesario sacar unos minutillos cada día para analizar las noticias que nos llegan sin sesgos y sin prejuicios, porque ellas serán la historia de dentro de unos años. Pero sobre todo hagámoslo sin prisas: no hay peor consejera a la hora de contextualizar la inmensa cantidad de contenido recibido desde dispares orígenes, muchas veces ya mascado e incluso con las conclusiones preparadas para exponerlas orgullosos en nuestra discusión familiar o de ascensor.

La culpa no es de los medios sensacionalistas, de las fake news de las redes sociales, de la bilis de ciertos periodistas ni de la publicidad que lo envuelve todo. La culpa es tuya por cómodo. Porque es más fácil reenviar una cadena de Whatsapp desde el sofá que parar treinta segundos a pensar si ese en apariencia inocente gesto generará Historia o bulo. Y te temes que lo segundo.

UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
17 de octubre de 2018