Cuando dejé atrás los veinte celebré una fiesta por todo lo alto. Era lo que tocaba. Acababa de volver a Murcia tras una larga temporada fuera y me sentía poderoso, como todos deberíamos sentirnos en ese momento. Qué diez años. Éramos astronautas. El abril de nuestras vidas. Tanta aceleración que quién iba a ponerse a pensar en los frenos. Copiabas lo que te gustaba. Sin pensar mucho, estabas haciéndote. Creciéndote.
Los treinta son clave, asientas conceptos, engendras la prole, descartas locuras y como dice Javier García Gibert en el ensayo que da título a esta columna: «Se te viene el horizonte en una línea, y luego en otra, y en otra, y en otra más, hasta que ves que hay una igual a tus espaldas que reclama tu atención severamente. Entonces dudas, las miras – turbado, amarillo, confuso… Y alguien te felicita por tus treinta años.»
Todas las decenas son especiales, en todas se suceden cambios únicos, momentos irrepetibles que moldean tu vida y tu existencia, unos haciéndote brillar, otros carcomiéndote. Pero es quizá la de los treinta la más cruel y mágica, pasas de veintitantos a cuarentón en un abrir y cerrar de ojos. En ella tienes tiempo y dinero. Es el momento. No sucede antes y no vuelve a repetirse después. En la anterior tienes tiempo pero no tienes dinero. Y a partir de las siguientes tienes dinero pero no tienes tiempo. Creces en todas las direcciones. Físicas y mentales. Que así sea. O debiera. Y poco a poco vas volviendo a la Tierra.
Pero es que entonces, desproporcionadamente y aún a mitad de coger aire, alcanzas los cuarenta. Y te pilla muerto de frío. Houston. Afortunado si tienes mantas cerca. Es el momento de las consolidaciones. En todos los niveles. Pero ninguna como la personal, aceptándote. Ya no eres el más listo, el más rápido ni el que más tarde se acuesta. Puede que no consigas muchas de las metas que te propusiste. Los pájaros que tenías en la cabeza han conseguido la llave de la jaula y han volado. Ves cómo se alejan, empequeñeciéndose, al tiempo que tus pies comienzan a hundirse en la tierra, enredándose con los de tus hijos, que se agrandan.
Y entonces llueve. Y te mojas agradecido. Das una patada al paraguas mientras saltas con ellos. Porque el mismo motivo que te sitúa por fin donde debes, pegándote al suelo, no impide convencerte de nuevo de que sigues siendo especial y único. Y te gusta cómo eres y cómo has evolucionado. Reconociéndote. Defectos y taras incluidos. Y al que no lo entienda, no lo comparta o no lo asuma, le recomiendas que siga mirándose al espejo esperando la revelación que si tiene suerte podrá tocar con los dedos.
Ahora eres tú el copiado. Libre. No hay rencores. Sin espacio en tu interior para nada más que un guiño de vez en cuando.
UN TUITERO EN PAPEL
Nacho Tomás
www.nachotomas.com
Artículo publicado en La Verdad de Murcia el 14 de Diciembre de 2016
Fecha original de publicación:14 diciembre, 2016 @ 08:02