Veranos paralelos

Llevo varios días intentando retomar la costumbre de salir a correr mientras amanece, después de varios meses de mucha bici y con el Maratón de Tokio a la vuelta de la esquina, como quien dice, toca transferencia de deportes. Me levanto cuando mi mujer se va a trabajar, un café rápido y silencioso para no despertar a la prole mientras saco al perro y veo los primeros rayos de un Sol que como un certero pinchazo nos va calentado hasta el hervor en estos días estivales de calor extremo.

Bajo descalzo y sin móvil a la arena, tras el ejercicio me meto al mar, me lavo la cara y vuelvo a la calma y el temporal frescor zambullido en agua salada, empapado en sudor, me cruzo con las máquinas que maquillan las dunas y analizo a los primeros bañistas que, como banderas de una guerra ganada, clavan sus sombrillas y se atrincheran en su trozo preferido a la espera del resto de sus familias.

Subo y enciendo el ordenador, los últimos días del mes de Julio son siempre estresantes y esta tarde tengo además reuniones en Murcia capital. Comienzo la jornada laboral cuando no son ni las nueve de la mañana, me siento joven, con fuerza y afortunado.

Saludo a mi vecino antes de responder el primer email del día, está a punto de cumplir 97, nos conocemos de hace mucho y viene a pasar una buena temporada cada verano con sus hijas. Tiene nietos. Y biznietos. En los últimos años ha visto morir a su yerno y a su mujer. Tiene un humor chocante que no entiende todo el mundo y del que hace gala continuamente. Dice que está fastidiado, nos ha jodido, lo estoy yo y no tengo ni la mitad de su edad. Habla con todo el mundo, la mayoría extranjeros, sin saber una palabra de inglés. Cuesta ya un poco entenderle en español, así que podéis imaginar las maravillosas escenas de las conversaciones.

Me encanta verle cada mañana, a primera hora, yo salgo a correr por la playa y a él hoy le tocaba afeitado. Ha sido un viaje al pasado, no recuerdo la última vez que vi esa espuma blanca en una cara, y su mano temblorosa pero segura, cogiendo la cuchilla con destreza y retirándola en cada pasada.

Me encanta hablar con él, me cuenta batallitas y yo, que ya no tengo abuelos, escucho encantado intentando hacerme a la idea de cómo sería la vida de un hombre nacido en los años treinta del siglo pasado, nada menos. Está bastante lúcido y casi siempre está sonriente, preguntando por nuestros hijos y por cómo va la vida. Me pide que le toque la guitarra.

Cuando le digo que estoy trabajando a distancia suspira y me dice que esto no son vacaciones, le explico que tengo una empresa y que en esta época del año es una maravilla poder conectarme desde el ordenador para compaginar curro y piscina. No acaba de entenderlo y, de rebote, me hace dudar a mí.

Estamos cada año en el mismo sitio a la misma hora, pero sin duda tenemos veranos paralelos, aunque lo bueno es que en el horizonte, como punto impropio, acaban tocándose.

Parpadeos

Afortunadamente desde hace tiempo parece que la salud mental ha dejado de ser un tabú para convertirse en tema habitual de discusión y debate. Incluso en Twitter, donde la superficialidad es constante y mayoritaria, hay una ola de usuarios contando sus miserias, las que todos tenemos dentro, en un aparente modo de soltar lastre que personalmente veo como válvula de escape ante la imperante y estúpida necesidad fingida de mostrarnos y sentirnos siempre bien, especialmente a los ojos de los demás, para luego volver a casa (o apagar la pantalla) y enfrentarnos a nuestras arenas movedizas, la mayor de las veces prácticamente insignificantes que, sin embargo, nos amargan la vida. Porque no hace falta tener grandes problemas para no sentirse bien, puedes tener una familia ejemplar, un buen trabajo, grandes amigos, estar más o menos bien económicamente y sentir ese puño que desde tus propias entrañas te engancha el cuello y tira hacia abajo, encharcándote los ojos y tejiendo un nudo en tu garganta.

Un proverbio chino dice que el mejor momento para plantar un árbol era hace veinte años, pero el segundo mejor momento es justamente ahora, del mismo modo y extrapolando a nosotros mismos el mejor momento para cuidarte y entenderte es ahora, siempre ahora. No se trata de aceptar las situaciones que te hacen sentir mal sin luchar por ellas, pero entender que no todo está bajo tu control es un buen punto de partida, al menos para mí lo ha sido. Luchando por lo que pueda ser una victoria, nunca ante un ejército imbatible, que ya tenemos una edad. Y esa es otra, la edad que tenemos, nunca serás tan joven cómo eres hoy y por mucho que la nostalgia nos mienta con la necia afirmación de que cualquier tiempo pasado fue mejor vivir enganchado a un sentimiento ofrece bastante poca utilidad y proporciona mucho regusto amargo.

En un parpadeo todo puede cambiar: parece que fue ayer mismo cuando cantabas, rodeado de tus amigos de veinte años, totalmente borracho encima del capó de un coche la misma canción que hoy escuchas en total soledad mirando por la ventana de un tren mientras te diriges a una aburrida reunión de trabajo. Cada cosa a su tiempo. Siempre. Sin dolor.

Lo de ayer tenía peso ayer, valía la pena ayer, servía ayer. Lo de hoy es el pasado de mañana y puedes degustarlo conscientemente justo ahora. Vivirlo intensamente es una asignatura pendiente que, volviendo a la primera línea de este texto, apuesto que nos ayudará a mejorar nuestra por momentos maltrecha salud mental.

Parpadeas y vuelves veinte años atrás, ¿verdad? Pues sí, pero al próximo parpadeo te han caído otros diez.

Así que vive, disfruta e intenta mantener los ojos bien abiertos. Que el día de hoy no vuelve nunca.



Publicado en La Verdad de Murcia
Junio 2022

Cuerpos

De pequeño estaba completamente obsesionado con el funcionamiento del cuerpo humano, me podía tirar horas leyendo libros, mirando diagramas de los ciclos de circulación de la sangre, analizando mapas del sistema digestivo o respiratorio, pensando cómo era posible que dentro de cada uno de nosotros hubiera billones de células, kilómetros de venas o metros de intestinos. Me quitaba el sueño pensar en los actos reflejos que permiten mantenernos con vida, cómo cogemos aire sin preocuparnos, el modo en que trituramos internamente la comida o nuestra capacidad de filtrar los residuos que nos atraviesan.

Buscaba, con las limitaciones de un niño de mi generación, toda la información a mi alcance sobre los cinco sentidos, sus límites y extraordinarias capacidades, cómo variaban de los humanos a ciertos animales (vista de águila, oído de murciélago, olfato de perro) y los ordenaba por importancia por si un genio mágico me concediera un deseo a cambio de extirparme uno de esos que él ya no tenía. ¿Se podría vivir mejor sin ver, sin oír, sin oler, sin tener gusto o tacto?

Un niño elucubra sin malicia, luego crece, se relaja y pierde los miedos a que su organismo deje de funcionar sin conciencia, comparando posteriormente estas funciones, que de antiguas no siempre se valoran al venir de serie, con las que intentamos asignar a máquinas ultramodernas incapaces aún hoy de aprender a dar un sencillo salto, diferenciar olores y viajar atrás en el tiempo con ellos, arrancar una sola hoja de la margarita sin destrozar la flor, erizarse al escuchar una canción o sacarte burlonas la lengua. Si no saben hacer estas sencillas cosas que nosotros improvisamos, cómo vamos a torturarnos intentando descifrar el milagro de la vida, el crecimiento de una célula hasta ser otro tú, otro hermano, otro hijo. El ser humano es increíble, es dueño de todo. Y a un insignificante dos por ciento de diferencia genómica de un chimpancé.

Después el niño se convierte en ese joven que piensa en los límites de su cuerpo (a todos los niveles) y juzga si en algún momento sufrirá las consecuencias de esos excesos. Por mucho que comas el cuerpo expulsa lo que sobra, por mucho que bebas la resaca no dura eternamente, por mucho que corras con el corazón latiendo en la boca, vuelves a la calma. Los rasguños de la salud son temporales, no hay cicatrices. O eso parece.

Finalmente el joven deja paso al adulto que, como un flash instantáneo, descubre un día que lo realmente asombroso no son los cinco sentidos, sino los sentimientos y sensaciones que, en parte intensificados por ellos, somos capaces de generar, de disfrutar y de sufrir. Entonces pasamos a estar obsesionados por el cerebro y sus conexiones, inquietos por otro tipo de salud, la mental, que invisible nos modela mucho más de lo imaginado, y que debes ponerte a entrenarla antes de que sea demasiado tarde.

Tan tarde como tu cuerpo pida, como tu mente exija. Y cuando tienes la suerte de que el cuerpo y la mente se han alineado, mejor dejarles trabajar juntos.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
La Verdad de Murcia
Enero 2022