Jugando a la ruleta nuclear

En publicidad hablamos mucho de disrupción, de impacto, de mensajes que sacuden. Pero hay asuntos que no necesitan más creatividad ni titulares con copy brillante: necesitan ser mirados de frente. Sin rodeos, sin storytelling emocional. El riesgo nuclear no necesita campaña. Solo memoria, reflexión… y una dosis seria de sentido común.

Jeffrey Goldberg, editor de The Atlantic, ha firmado uno de los artículos más lúcidos e incómodos de este año. Se titula “Humanity Is Playing Nuclear Roulette” y no es un texto catastrofista, sino una advertencia urgente: seguimos al borde del abismo nuclear y lo estamos gestionando con la misma torpeza emocional, institucional y política de siempre.

Nos olvidamos con facilidad de lo insoportable. Por eso el miedo nuclear ha ido desvaneciéndose en nuestras conversaciones públicas. Como si bastara con mirar a otro lado para conjurar la amenaza. Pero la amenaza sigue ahí. Más real, más volátil y más fragmentada que nunca. Volvemos a tener miedo, sí, pero del clima, de la IA, del precio de la gasolina. El miedo atómico parece cosa de los ochenta, de películas con sirenas y hombres sudorosos en salas sin ventanas. Pero el botón sigue ahí. Y los dedos que lo acarician, también.

Goldberg arranca con una historia que hiela la sangre: en octubre de 1962, durante la crisis de los misiles, Fidel Castro pidió a la URSS que lanzara un ataque nuclear contra Estados Unidos si Cuba era invadida. Una propuesta de destrucción mutua, lanzada desde la fe revolucionaria. Por suerte, Nikita Jrushchov respondió con frialdad y se negó. Años más tarde, ya anciano, el propio Castro reconocería que no valía la pena.

La pregunta es inevitable: ¿hemos aprendido algo desde entonces? Difícilmente. La lógica nuclear actual es más peligrosa. La Guerra Fría tenía al menos dos polos definidos, una lógica de contención. Hoy el tablero es multipolar, inestable, emocional y lleno de actores imprevisibles con acceso al botón rojo: Rusia, China, Irán, Corea del Norte, India, Pakistán, Israel… Y países como Japón o Corea del Sur que se plantean sumarse al juego.

Como profesional de la comunicación, me obsesiona el concepto de “tiempo de decisión”. Un clic, una reacción, una palabra mal colocada puede alterar la percepción de una marca. Pero aquí no hablamos de reputación ni de métricas: hablamos de vidas. Y pensar que alguien debe decidir el destino del planeta en seis minutos —lo que tarda en cargarse un vídeo mal editado— no es épico, es demencial.

El artículo recuerda un detalle tan absurdo como real: el presidente de EE. UU. puede tener que decidir un lanzamiento nuclear en apenas seis minutos. No importa si la alerta es falsa. No importa si la información es confusa. El reloj corre. Lo dijo Obama: “Es una locura esperar que alguien tome la decisión más importante de la historia en ese tiempo”. Y no siempre ese alguien es una persona serena. A veces es alguien como Trump: reactivo, egocéntrico, sin apetito por los matices. Exactamente lo contrario de lo que uno espera en una crisis nuclear.

Goldberg subraya que no hemos sobrevivido por prudencia, sino por suerte. Los peligros actuales están mucho más fragmentados, menos controlables y, sobre todo, más expuestos a errores humanos. Nos han salvado personas concretas. Eso es lo que nos ha protegido: intuiciones, reflejos humanos. No sistemas. No tratados. Y parece poco.

El sociobiólogo Edward Osborne Wilson describió el problema central de la humanidad de esta manera: «Tenemos emociones paleolíticas, instituciones medievales y tecnología divina»

Quizá haya llegado el momento de dejar de vendernos la idea de que “todo está controlado”. No lo está. Y no habrá plan de crisis ni relato heroico que lo arregle si alguien pulsa el botón. Si en la vida y en la publicidad lo importante es saber cuándo parar, en este juego global lo único sensato es dejar de jugar.

Como escribió el criptógrafo Martin Hellman, y Goldberg recuerda:

“La única manera de sobrevivir a la ruleta rusa… es dejar de jugar.”

El algoritmo del poder

¿Siglo XXI? Por un momento pienso que hemos viajado hacia adelante en el tiempo y hacia atrás en la comprensión. Vivimos en una época donde la información ya no se transmite: se propaga, se manipula, se monetiza y se olvida en cuestión de horas. Nunca antes habíamos tenido acceso a tanta cantidad de datos en tiempo real y, paradójicamente al mismo tiempo, nunca antes habíamos estado tan desorientados. Los algoritmos de las redes sociales no solo deciden qué vemos, sino que modelan nuestra percepción de la realidad, construyendo cómodas burbujas ideológicas, narrativas artificialmente virales y falsas certezas en las que, de perfil, nos recogemos y tapamos con una mantita.

El constante fango en que vivimos políticamente en España, el estado de salud del Papa, las elecciones en Alemania, el conflicto de Ucrania y Rusia, la cara y la cruz de la IA y las criptomonedas o el secuestro y liberación de rehenes en Oriente Medio se han convertido en un espectáculo mediático cuidadosamente diseñado para maximizar el impacto emocional que nos aporta. Las guerras, hoy, se libran tanto en los campos de batalla como las redes sociales, donde cada bando construye y difunde su propia versión de la verdad, generando en el otro un fugaz estallido de indignación antes de que el siguiente escándalo ocupe su lugar en la agenda digital que, religiosamente nos comemos.

Mientras tanto, la economía global se mueve al ritmo de los caprichos de Elon Musk, los discursos incendiarios de Milei o las arbitrarias decisiones de Trump comunicadas en tiempo real en su propia red social. Al lado, el mundo entero se pone en marcha, arrancando como un caballo o parándose como un burro: la ascendente India se perfila como una superpotencia tecnológica, China se enfrenta a desafíos internos que ponen a prueba su modelo de control absoluto y Europa, qué novedad, viéndolas pasar, ¿saldremos a jugar al campo alguna vez? ¿Queremos hacerlo? ¿Nos acordamos de cómo se hacía? Preguntas que, personalmente, me quitan un poco el sueño, debo reconocerlo.

La información ha dejado de ser un servicio público para convertirse en un arma. El poder ya no lo ostentan solo los gobiernos o las corporaciones, sino también aquellos que dominan la atención colectiva: influencers, plataformas digitales y líderes carismáticos que entienden cómo pulular en esta nueva jungla de estímulos inmediatos. No importa tener razón, sino gritar más fuerte. La credibilidad no se construye con hechos, sino con engagement y la verdad ha pasado a ser una cuestión de viralidad, un producto más en el mercado. Me lo creo cuando tiene likes.

¿Qué consecuencias tiene todo esto? Primero, la erosión de la confianza en las instituciones: Si cada versión de la realidad es válida según el nicho informativo en el que uno se mueva, ¿a quién podemos creer? Segundo, la precarización de la información: La inmediatez prima sobre la veracidad y las narrativas emocionales han desplazado el análisis crítico. Tercero, la radicalización de la sociedad: Cuando los algoritmos solo nos muestran lo que refuerza nuestras creencias, el diálogo desaparece y el conflicto se intensifica. Un mundo donde nadie cree en nada, cada uno con su burbuja, cada uno con su verdad prefabricada, cada uno con su dosis de indignación personalizada. La inmediatez ha destrozado la reflexión, y el sistema nos da exactamente lo que queremos, aunque eso sea basura. Nos quejamos de la manipulación, pero compartimos titulares sin leerlos. Lloramos por la polarización, pero bloqueamos a quien piensa diferente. Nos preocupa el poder de las redes, pero vivimos en ellas. Cada clic, cada retuit, cada me gusta es un ladrillo más en esta distopía digital que nosotros mismos hemos construido. Nosotros lo hemos permitido. seguimos consumiendo información rápida y superficial. Exigimos transparencia, pero preferimos las historias que confirman lo que ya creemos. En este siglo de redes y algoritmos, la responsabilidad no es solo de quienes manejan el poder, sino de todos los que, con cada clic, cada retuit y cada me gusta, contribuimos a moldear la realidad en la que vivimos.

Hasta aquí la negatividad, pues claramente hay una salida: Estamos a tiempo de ser más inteligentes gracias a las fantásticas herramientas de las que disponemos, en lugar de ser más tontos por dejar que éstas piensen por nosotros.

Primero por dentro

De poco sirve el espejo, o lo que éste refleja peinado, cercano y perfumado, si lo que no se ve está podrido o en vías de tal cosa. Lo de dentro, lo invisible, huele a kilómetros y al final sale a la luz sustituyendo la piel, la cáscara, el envoltorio.

Estos días, complejos en fondo y forma, nos pasan por encima alterándonos a nosotros y a nuestras rutinas hacia un nuevo e improvisado quehacer principal: sortear unos obstáculos sobre los que nunca nadie nos había hablado. Es ahora cuando brillan ciertas personas, ciertos comportamientos. Es hoy cuando estamos llamados a la conversación, al acuerdo y a la calma. Más fácil escribirlo que hacerlo, nos ha jodido, pero toca continuo examen de conciencia y ver en qué podemos mejorar y ayudar a los demás.

En una sociedad perfectamente diseñada si nos atenemos a los conceptos burocráticos del asunto, con los cabos atados, las aristas pulidas y los resquemores limados, toma un protagonismo crucial la forma de encarar los problemas. Y en esto los que deciden, ya sea en una familia, en una empresa o en un gobierno, tienen el reto y la oportunidad de sus vidas.

Nadie ha enseñado a los padres las nuevas situaciones familiares, a los empresarios la nueva normalidad de mercado ni a los políticos las nuevas reglas del juego. Pero es que solo han fallado los últimos, haciéndonos sentir constante vergüenza ajena viendo el circo en que han convertido sus debates, los estercoleros en que se mueven como pez en el agua usando sin más criterio que el bélico un arma con otros variados modos de empleo y un valor más que inmenso: la palabra.

Gánense el sueldo, señorías (nacionales, regionales y locales), hagan de una vez lo que de ustedes se espera, lo que hasta un niño entendería como prioritario: la salud de las personas, el bienestar de los ciudadanos y la educación entendida como respeto a las ideas del de enfrente en un horizonte a recorrer juntos. En esto, por una vez, soy pesimista, primero tendrán que limpiarse por dentro y, francamente, lo veo difícil.

Si no se ven capaces, millones de españoles están preparados para sustituirles. Les pagamos para que solucionen problemas no para que continuamente estén creándolos.

Tengan una pizca de decencia. Primero por dentro.

Nacho Tomás
HISTORIAS DE UN PUBLICISTA
Twitter: @nachotomas
Artículo publicado en La Verdad de Murcia
21 de octubre de 2020